Quizá no exista en la literatura del siglo XX ningún otro autor que haya sido sometido como Kafka a tan minuciosos y diversos escrutinios, ni que haya llegado a confundirse con su obra hasta el punto de parecer uno más de los extraños personajes de sus propias ficciones. A 95 años de su muerte, que se cumplieron el 3 de junio, tenemos que admitir que hay tantos Kafkas como exégetas, aunque es legítimo sospechar que ninguno ha podido agotar la riqueza de su parva producción. Cuando la suma de ensayos y estudios sobre Kafka excede abrumadoramente toda su obra (incluyendo, claro, sus diarios y sus cartas), es probable que el escritor praguense sigua siendo desconocido: allí está su obra, perturbando la existencia de sus lectores, y desafiando todavía nuestra capacidad de interpretar.
No obstante, hay algo cierto sobre Kafka: el más grave error que algunos han cometido frente a su obra consiste en haberla tratado solamente como un documento para analizar su vida. Recuerdo haber leído una versión de La Metamorfosis llena de notas al pie, como esas que tanto gustan a los dómines de academia, para señalar las “coincidencias” entre el texto y la vida del escritor. Si el escarabajo mira por la ventana un largo muro, queda probado que al escribir esa narración Kafka vivía en tal lugar porque desde allí solo se puede ver el muro de un cementerio adyacente. Y si una manzana queda hundida en su caparazón, es prueba de que el padre de Kafka era un hombre fuerte. ¡Uf! Así se ha dejado pasar la belleza del texto y la riqueza de sus imágenes y símbolos –es decir, en el mejor de los casos se ha “progresado” en una dudosa psicología de pacotilla a costa de la literatura, la estética y la filosofía.
Porque es eso lo que hay en la obra de Kafka: un gran valor literario (más claramente perceptible para quien puede leer las obras en su idioma original), un extraordinario enriquecimiento de la estética contemporánea mediante símbolos y signos que sobrepasan la estética romántica y realista al mismo tiempo, y una densidad de pensamiento sobre la condición humana en un mundo dominado por fuerzas abstractas.
Pienso que son insuficientes las interpretaciones que hacen de Kafka casi un santo y que no son mejores las que hacen de él un crítico de la sociedad capitalista. En Kafka hay algo de ambas cosas, pero hay mucho más. Quizá la categoría de “lo siniestro” (das Unheimliche) sea la que abre el mejor horizonte para la comprensión de los textos de aquel hombre que por ser checo y judío fue doblemente discriminado en el Imperio Austro-húngaro. Lo siniestro es, en palabras de Freud, “aquella suerte de sensación de espanto que se adhiere a las cosas conocidas y familiares desde hace mucho tiempo”. Una sensación como la que experimentamos al sentirnos en el lugar de un hombre que en su propia casa es prisionero y en sus propios vecinos encuentra a sus verdugos.