Esta semana terminan las inscripciones de los candidatos a prefectos, alcaldes, concejales y autoridades de las juntas parroquiales.
Poco se sabe de los procesos de elección interna de partidos y movimientos, cuya inscripción asciende a números desproporcionados. Es una dinámica que ha ido creciendo tanto a nivel nacional cuanto provincial y local y que no se compadece con el número de ideologías. Está demostrado que no hay tantas y que los membretes son poco duraderos, sobreviven acaso un par de elecciones.
También está claro que los partidos no forman cuadros y que los nombres de los líderes locales, cantonales o provinciales siguen una vieja ‘herencia’ basada en la práctica.
Asambleístas que no terminan la función para la que fueron elegidos y tercian por un cargo seccional: autoridades que, al no poder reelegirse, escogen a sus esposas, a sus hijos o parientes cercanos para nominarlos.
Lo de fondo, que son las ideas y programas, muchas veces están supeditados a esta forma de promocionarse y conseguir los votos. El cacicazgo simboliza un rango de subdesarrollo político; reproduce las prácticas del pasado que los discursos dijeron desterrar, algo que ocurre poco.
Otro tema que parece tener sin cuidado a los líderes y a las organizaciones es la persistente migración de unas tiendas partidarias a otras. Ese fenómeno se da no solamente cuando hay procesos políticos nacionales traumáticos, como el vivido en la Asamblea Nacional con el partido de Gobierno, en función de dos liderazgos. Otras organizaciones son diezmadas por los camisetazos y los dignatarios emigran sin rubor.
En este contexto, los fondos para las campañas electorales siguen siendo un misterio, más allá de los mal concebidos aportes del erario nacional para el pautaje publicitario en los medios, cuyo registro al menos se lleva con prolijidad en el CNE. Hay un desordenado cruce de gastos en mitines, panfletos y propaganda visual sin adecuada contabilidad.
La suma de todos esos factores hace que las campañas sean vistosas pero no siempre democráticas.