‘A solípedo donado no le ‘observees’ el incisivo’, profería un pedantón. Era su versión culta del conocido refrán, ‘a caballo regalado no le mires el diente’. Circunloquios y cultismos aparte, y sin llegar a tal extremo, hoy la insoportable ‘corrección política’ lo deforma todo: Nuestros independientes negros del Chota o de Esmeraldas reclaman contra la manía de llamarlos “gente de color”; la formulita l@s alumn@s ¿nombra a alguien reconocible? ‘Persona especial’ ya no es la generosa y noble: se aplica a la persona a quien, sin mala intención, llamábamos ‘tullida’ o ‘discapacitada’. Personalmente, si me llaman gorda, acepto que debo adelgazar un poco, pero no me bauticen como “persona con problemas de alimentación”; no me regodeo en mi indefinible ‘tercera edad’ ni aspiro a pasar por más joven: sí, a producir aún, con los parvos destellos de mis setenta y tantos.
Penosamente, las féminas nos hacemos eco de estas torpezas y exigimos estar ‘presentes’, incluidas, metidas, comprendidas, encerradas, contenidas, adjuntas y abarcadas, asfixiando la expresión con abundancias que surgen de la manía de lo ‘políticamente’ idóneo y de la sensación de no existir sino en las /a. ¿Hablar y escribir así responde a un cambio real e íntimo de nuestras actitudes o es pura posverdad?
Los eufemismos manifiestan decorosamente, según nuestro DLE, ideas cuya recta expresión sería malsonante; intentan no ofender ni herir, pero a veces su empleo apenas se distingue de una mentira: ‘Pasar a mejor vida’; ‘conflicto armado’; ‘interrupción voluntaria del embarazo’, ‘hoy no fío, mañana sí’… Sus opuestos, los disfemismos, nombran peyorativamente una realidad.
Leo la prensa española, y recojo disfemismos a raudales que rebajan la categoría de la vida que nombran, la de la lengua que usan. En su reiteración encuentro penosos y perturbadores complejos. Estoy contra la vulgaridad de los mier., jod., gili… hijuepu… y demás terminajos; ¿responde mi actitud a pobreza léxica, a imaginación flaca o a una natural exigencia estética? Sea lo que fuere, no emplearía ‘torticero’, por ‘injusto’ ni ‘son unos pringados’ por ‘no se dejan engañar’; tampoco, ‘chungarse’, por ‘burlarse’ ni un ‘mindundi’, por ‘un insignificante’; me aterra el ‘flipar’, por ‘gustar mucho’ o ‘drogarse’ y ‘trola’, por ‘engaño o falsedad’; ‘ligón’, que ‘entabla relaciones amorosas pasajeras y abruptas’ olvida el vigor de ligar en su significado de ‘unir’ y ‘aliar’; colleja, ‘golpe dado en la nuca con la palma de la mano’, chirigota’ y ‘cuchufleta’, ‘dichos o palabras de zumba o chanza’; ‘gamberro’ por ‘libertino, disoluto, grosero’ o ‘macarra’, por ‘agresivo achulado, vulgar’. ¿Y cómo entender esto de ‘tíos que molan’? Necesitamos, no ya un diccionario de español, sino uno de españolismos. ¿A dónde llevan estos usos que maceran la lengua, le hacen trizas, y lucen la sedicente libertad de escribientes que eligen ‘hablar como les sale de los coj. o de los ovarios’? ¡Como si el habla saliera solo de esos ámbitos!
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