Lo más temerario a lo que nos enfrentamos quienes circulamos por las calles de la ciudad, es el desorden imperante del tráfico, el cual se ahonda a las horas pico.
A diario los habitantes de Quito observan desde sus ventanillas, desde la acera o desde sus bicicletas, como varios agentes de tránsito se despliegan por las calles capitalinas con el solo objetivo de ayudar en el flujo del tráfico, o al menos eso es lo que se esperaría, sin embargo el apoyo que brindan no es suficiente o quizás alguien más tiene que colaborar.
Quito, con su particular forma de un chorizo largo, carece de arterias viales que conecten fluidamente a la ciudadanía desde el norte hacia el sur o viceversa, peor aún existen arterias o vías directas que conecten el este y el oeste; todas las vías se cortan en algún punto o llegan a embudos que complican la circulación, esta es una ciudad que crece sin planificación.
Pero lo interesante de esta particularidad se agudiza cuando, a la llegada de las horas pico los agentes se colocan bajo los semáforos para realizar un símil a la función del semáforo que los cobija. Si el semáforo muestra su luz en rojo, los agentes se percatan del hecho y detienen el tránsito, si el semáforo cambia su luz a verde, los agentes atentos al cambio hacen lo propio al levantar sus manos para anunciar dicho evento con sus estremecedores silbatos, los cuales alientan a transeúntes, vehículos, buses, bicicletas y demás, a circular.
Seguramente el motivo de su ubicación estratégica bajo el semáforo se debe a que el silbato es más efectivo que la luz de la señal, o quizás los conductores y transeúntes no cumplen las normas mínimas necesarias para este doble trabajo entre el agente y el semáforo.