La política nacional, salpicada desde siempre por la mugre de la corrupción, se ha visto sorprendida los últimos días por un nuevo escándalo vinculado a los inefables protagonistas de la década pasada.
Uno de los actos más vergonzosos y miserables que se han visto en este pobre país asolado por las huestes de los “Atilas del siglo XXI” es la imposición del diezmo, aquella práctica ancestral ciertamente abusiva, exigida a los subordinados por cuestiones religiosas, políticas o tributarias, que se ha descubierto gracias a las denuncias de funcionarios atrapados en las redes podridas de la concusión agravada en estos casos por el temor reverencial, la extorsión o la intimidación de sus superiores.
Los responsables de esta nueva trapacería, asambleístas y funcionarios públicos señalados por sus denunciantes, insatisfechos con los salarios nada despreciables que reciben por sus cargos, habrían estado exigiendo a sus asesores y subalternos (aunque hay otro gerundio que calza mejor al caso: esquilmando), valores que van desde la módica cifra del diez por ciento de sus ingresos hasta porcentajes que alcanzan la mayor parte de sus sueldos.
En algunos casos el timo se ha disfrazado bajo el concepto de “contribución voluntaria” para el partido o movimiento al que pertenece el funcionario, que en casi todas las causas reveladas es el grupo político en el que usted está pensando, pero también se lo ha cobrado como una retribución por el “favor” de haber conseguido un puesto en el sector público a personas con poca o ninguna preparación a las que se podía manipular y explotar fácilmente.
Imaginemos solo por un momento la escena dominada por ese personaje de alma ruin y uñas largas que, a fin de mes se pasea entre los escritorios de sus empleados exigiendo una parte del salario de su secretaria y de los asesores a los que contrató bajo esta infame modalidad. Pero imaginemos también a la víctima (cuando efectivamente la hay, pues en este tipo de delitos tan corrupto es el que pide como el que entrega), que ha cumplido con las labores y horarios encomendados, y, resignada, se ve obligada a ceder a su jefe una parte de su dinero porque así funciona este sistema perverso, porque es preferible quedarse con algo antes que perderlo todo, y, sobre todo, porque esa ascendencia que ejerce el superior sobre los subordinados les impide o bloquea su voluntad para salir de aquel círculo vicioso tan parecido al de la violencia intrafamiliar o al acoso sexual laboral.
Pero, aunque resulte increíble, todavía puede haber imágenes más sintomáticas, como por ejemplo la de aquellos funcionarios orondos que esperan el día de pago para apropiarse del dinero de esos servidores a los que nadie ha visto en sus puestos de trabajo, pero que cada fin de mes aparecen en caja para recibir un cheque del que apenas recibirán su diezmo por la molestia de hacer una fila, firmar un recibo y simular que han trabajado para alguna de las aves rapaces de la política nacional.