El avance científico y tecnológico ha abierto nuevos horizontes. El pasado domingo la NASA lanzó la primera nave espacial que intenta acercarse al Sol, soportando temperaturas de 1.400 grados centígrados. Se trata de la sonda “Parker Solar Probe”, que es la más rápida construida por el hombre puesto que alcanza la velocidad de 700.000 kilómetros por hora. Y en los siete años de su misión intentará desentrañar los grandes misterios de nuestra estrella solar.
Desde principios del siglo XX, como respuesta al vuelo de los dirigibles “zeppelin” en 1901 y al invento de la máquina voladora de los hermanos Wright en 1903, los científicos formularon diversas teorías sobre la naturaleza y límites de los espacios aéreo e interplanetario y los juristas intentaron someterlos a un régimen jurídico de validez general.
De que la Luna y los otros cuerpos celestes sean patrimonio de la humanidad se desprendieron varios principios: a) que la exploración y utilización de ellos deben hacerse en interés de todos los países; b) que ningún Estado o grupo de Estados puede reclamar soberanía sobre ellos; c) que se abre para todos la libertad de investigación científica; d) que debe imponerse una absoluta desmilitarización sobre los cuerpos celestes; y e) que la explotación de sus recursos naturales debe hacerse con arreglo a un régimen internacional.
¿Hasta dónde llega el territorio de los Estados en su dimensión vertical y desde dónde comienza el espacio cósmico? ¿Cuál es el régimen jurídico que debe gobernar las acciones humanas en esos espacios que tan rápidamente ha abierto la ciencia al dominio del hombre? ¿Cuál es la naturaleza jurídica del ámbito sideral? Estas y muchas otras cuestiones se plantearon como consecuencia de la carrera por la conquista del espacio profundo que se inició con el lanzamiento por la Unión Soviética de su primer “sputnik” en el año 1957, seguido por los numerosos artefactos cósmicos colocados en órbita espacial por los Estados Unidos.
La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a los diez años de aquel 21 de julio de 1969 en que un hombre llamado Neil Armstrong fue el primer terrícola en pisar la Luna, aprobó un Acuerdo para regir las actividades de los Estados sobre los cuerpos celestes, a los que consideraba “patrimonio común de la humanidad” —según la nueva nomenclatura creada por la Organización Mundial— y a desarrollar los principios del mencionado tratado general sobre el espacio ultraterrestre.
Y fue entonces que surgió la noción tridimensional del territorio estatal, que superó su visión simplemente plana, y se descubrió que sobre la costra terrestre y bajo ella había espacios hacia los cuales debían extenderse las soberanías estatales en su sentido vertical.