El café sigue siendo el lugar de encuentro y convergencia entre amigos, el ámbito en el que se afianzan las relaciones y culminan los acuerdos. Allí hallan cabida la recurrente nostalgia del jubilado y el cotilleo de los burócratas; allí, el alegre comadreo de señoras y las cábalas de los eternos conspiradores de la política. Cuando nuestras ciudades aún eran pequeñas y la vida se desenvolvía sin mayores sobresaltos, el café era también un espacio para la tertulia literaria, costumbre hoy desaparecida.
En la década de los sesenta, en Quito, existía el Café 77 donde Ulises Estrella y los tzántzicos tenían su cuartel general y amenazaban a la vieja guardia literaria con “reducirles la cabeza”.
Inconformes por igual pero menos estridentes, aquellos que por esos mismos años fundamos el Grupo Syrma en Cuenca nos refugiábamos en el Café Rumipamba. Treinta años habían pasado desde la publicación de “Huasipungo” y el poeta Rubén Astudillo y quien esto escribe proclamamos que, con nosotros, había surgido una generación con otro signo y otro lenguaje, la “generación del 60”. Era común entonces que los movimientos artísticos y literarios nacieran de tertulias informales, alrededor de la mesa de un café, lejos del club privado y el secretismo de las sectas.
Steiner observa que la Europa mediterránea es un gran café colmado de gentes y palabras. En París, Marsella, Lisboa, Madrid, Barcelona, Roma y Palermo los cafés, a partir del siglo XVIII, acogieron a poetas, filósofos, artistas y políticos.
Una simple taza de café caliente aviva el motor de las ideas, enciende la tertulia, auspicia el arte de conversar, “el más fructífero y natural ejercicio del espíritu”, en palabras de Montaigne. En la Europa anglosajona, el café ha sido sustituido por el pub y la taberna que carecen de abolengo intelectual.
Son lugares a los que se acude para beber y comer al paso y nada más. Si leemos el “Ulises” de Joyce, podemos caminar junto a Mr. Bloom, su personaje, a lo largo de ese inolvidable 16 de junio de 1904 y atravesar Dublín sabiendo, como él afirma, que un “buen rompecabezas sería cruzar Dublín sin pasar delante de una taberna”.
A lo largo de estos siglos, en la atmósfera de un café se gestaron las revoluciones de la época moderna, las peripecias del arte y la literatura, las nuevas filosofías sociales y políticas. En Nueva Orleans, la historia del jazz está estrechamente unida al café y a la herencia gala. En la Francia prerrevolucionaria, el Procope de París acogió a Voltaire, D´Alembert, y Benjamín Franklin. Sus tiznados muros fueron testigos del alumbramiento de “L´Encyclopedie”. Stendhal en Milán, Lenin y Trotsky en Ginebra, Pessoa en Lisboa, Unamuno y Gómez de la Serna en Madrid, Sartre y la Beauvoir en París, todos ellos hicieron del café su ágora, su tarima desde la cual incitaron a demoler la vieja sociedad.