Durante la década del saqueo, cuando la sociedad entera vivía una fiesta que parecía inacabable, donde los dólares abundaban producto del gasto inmisericorde de un estado desbordado cuyas autoridades de entonces, luego de tomarse los escuálidos ahorros que se habían formado por pocos años y no eran suficientes los ingresos provenientes de la venta de crudo que experimentaban precios fantásticos, emprendieron el más agresivo endeudamiento que ha conocido la historia nacional, para dejar ahogado en deudas y sin recursos a un erario que se las ve completas para llegar a fin de mes; pocas voces eran las que advertían de lo inminente: el frenazo inevitable cuando el flujo decayere. En esa ocasión los que demandaban mesura y racionalidad en el gasto eran tratados como apóstatas, herejes de una cultura del despilfarro que se empeñaban en amargar la fiesta de los sencillos, de los que supuestamente les había llegado el momento de la reivindicación, cuando en la realidad de los hechos, lo que se miraba por la rejilla de la realidad era que nunca las clases acomodadas habían estado mejor que en esa época. Si bien alguna mejora había para los grupos de menores ingresos, la mayor parte del pastel se la llevaban los que mejor preparados estaban para la ocasión, abriendo una brecha más profunda entre los pocos que recibían enormes ventajas y los muchos a los que apenas les estaba salpicando uno que otro beneficio.
Lo deplorable es que administradores y administrados se encontraban felices con el espejismo. Los primeros porque tenían el control total del poder y mandaban a sus anchas; y, los segundos, porque en su jarana no se detenían a reflexionar si ese falso bienestar podía perdurar en el tiempo. De allí que todos los que se pronunciaban en contra de esos manejos eran repelidos por unos y otros, falsos agoreros que anunciaban una resaca dolorosa y prolongada.
Hasta que el momento no deseado llegó. Un erario en ruinas se ve en la necesidad de realizar ajustes para que el daño no sea mayor y, en esta ocasión, con el riesgo de seguir enfilándonos hacia una catástrofe de mayor envergadura. Pero, para mayor sorpresa, ante la imperiosa necesidad de imponer correctivos, los que con sus profecías insensatas cocinaron una crisis que nos atenaza, son los que en primera fila se oponen a poner orden en unas finanzas dislocadas que nos empujan al borde del abismo.
Y retornan los discursos que nos hablan del entreguismo y lesión a la soberanía, del ajuste dispuesto desde el imperio con el protervo fin de que gastemos de acuerdo a nuestras posibilidades e ingresos. Y no son pocos los que se expresan de esa manera, o por lo menos tienen cierta capacidad de reproducir sus lecciones infalibles para hundirnos en la pobreza. Lo que a la vez lleva a la conclusión que, mientras esas voces sigan influyendo en la sociedad habrá que continuar braceando para evitar nos atrape esa ola que amenaza sumergirnos en la miseria.