La aventura de la Unasur terminó como era de esperarse, en una nueva desilusión para los afanes integracionistas. En esta ocasión el resultado era previsible, más aún, si desde sus inicios ese organismo estaba destinado a ser una caja de resonancia del chavismo. Como dirían los marxistas, era un estamento pensado desde la “superestructura”. Los afanes delirantes del coronel que implementó un régimen que condujo a la hambruna y escasez a uno de los países más ricos de la región, secundado por los gobiernos de los dos países más grandes del subcontinente que en esos momentos estaban controlados por aliados ideológicos del manicomio instalado en Caracas (según denominación de algunos de los mismísimos adherentes en suelo patagónico del fracasado modelo populista) requería de un espacio en donde sus proclamas podrían amplificarse hacia los cuatro vientos. Una inagotable chequera petrolera que le permitía gastar a manos llenas así como una exuberante abundancia que se regaba en Brasil y Argentina por los altos precios de sus productos de exportación permitieron embarcarse en esta aventura destinada a intentar hacer de este estamento un órgano que cohesione alrededor de esa orientación política a los distintos países de América del Sur.
A nadie escapa las pretensiones brasileras, entendibles en todo caso, de erigirse en el país más influyente de la zona. Si se tiene en cuenta el tamaño del país, de su población y su economía cualquier proyecto integracionista tiene que contar con su anuencia. La coyuntura permitía que, cediendo protagonismo al aliado del Partido de los Trabajadores instalado en el Caribe, aseguraban su influencia en el resto de países lo que resultaba útil al momento que sus empresas, inmersas en escándalos de corrupción a lo largo y ancho de estas geografías, participaran en las licitaciones de obra pública que se convocaban al interior de los demás países socios integrantes del organismo.
Una vez que en algunos de los Estados miembros el péndulo político cambiara de dirección y que la bonanza desapareciera se observan las debilidades de una pretendida institución que jamás llegó a consolidarse y que ahora conlleva a sus miembros a la difícil tarea de ver como apearse del asunto sin herir susceptibilidades que conduzcan a ser tildados de disociadores. Es el fin de otra empresa que culmina como en otras ocasiones, en un estruendoso fracaso integracionista que no pasa de los discursos y que choca con las realidades y aspiraciones reales de sus integrantes.
Si realmente se quiere fortalecer la unión de los países y robustecer sus lazos quizás se debería impulsar las acciones desde dos ámbitos: fortalecer las instituciones existentes que han funcionado razonablemente bien adecuándose a los nuevos desafíos que demandan los tiempos actuales; y, recoger las experiencias de los países que han adherido a otra clase de convenios, que rebasan lo geográfico, para que sea el piso de acuerdos de integración regional que puedan perdurar en el tiempo. El resto solo retórica, cocteles y buenas intenciones.