Parece que solo debería darnos felicidad o quitárnosla, lo atinente a lo humano en la Tierra: pero ¿hay algo en la naturaleza que no se relacione con nuestro existir, que no reciba de nosotros beneficios o daño? ¿Existen la hierba, las montañas, un animal, las aguas, cuyo destino no sea lacerado u honrado por lo humano? Los efectos del cambio climático a que asistimos, los que esperamos con angustia ¿no han sido y siguen siendo provocados por nuestra depredación?
A esta altura de la vida en la Tierra, la inteligencia ha logrado un horrible triunfo: el someter casi todo a nuestra voluntad. Cuanto está vivo, tanto como lo inerte en la naturaleza, las montañas, el aire, los mares dependen de nuestra forma de entenderlos, de vivir. He aquí noticias estremecedoras: en el viejo continente africano en el que, se dice, los seres humanos vimos por primera vez la luz, están muriendo los árboles más viejos de la Tierra ‘grandes como iglesias’, contaba Saint Exupéry al principito, advirtiéndole que si los dejaba crecer en su planeta, aunque contara con una manada de elefantes, la manada no podría acabar con un solo baobab. Su inmenso tronco hueco, sus pobladas ramas adornaban desde hacía incontables años, el paisaje de diversas regiones de África y Australia, pero hoy, advierten los científicos, la mayoría de los baobabs africanos mueren desde hace una década, a causa del cambio climático.
En una de las playas de Tailandia, el mismo país que hoy brinda al mundo la inmensa alegría de recuperar, gracias a unos cuantos hombres buenos, a doce niños y su maestro sepultados en una cueva anegada, ha recalado hace poco tiempo una joven ballena macho, impedida de ingerir alimento, por haber tragado más de ochenta bolsas de plástico. Flotaba inerte, luego de haber sufrido vómitos y convulsiones. Una obstrucción intestinal la mató, en largo tormento.
Según Greenpeace, ocho millones de toneladas de basura llegan cada año a los océanos, entre ellos, billones de bolsas o pedazos plásticos que matan a miles de ejemplares marinos. Todo nos toca de cerca. Aquí, entre nosotros, consumimos, en botellas de plástico, agua que ninguna pureza añade al agua potable. Poses, costumbres que dicen de nuestra indiferente torpeza y egoísmo ecológico; somos incapaces de mirar un ápice más allá de nuestra propia y pobre imagen (tan ficticia).
Hace poco tiempo, Iñigo Salvador contaba en un artículo de El Universo cómo un gavilán rescatado de su cautiverio fue cuidado hasta que, habiendo recuperado su capacidad de vuelo, lo soltaron para que iniciara la migración hacia el norte, para su apareamiento y reproducción. Lo rastreaban, a través de un transmisor que permitía seguirle la pista; atravesó el litoral colombiano, llegó a la frontera con Panamá; “ahí, el transmisor siguió emitiendo. Con el auxilio de ornitólogos colombianos el jueves 14 de junio se logró llegar al lugar de origen de las emisiones: el gavilán había sido abatido de un disparo, después de volar más de mil kilómetros”.
¡Insensibles y estúpidos!