A propósito de la conmemoración del Día del Orgullo Lgbti, iniciada luego de los disturbios en el bar Stonewall Inn (New York, 1969), cuando personas de la diversidad sexual se resistieron ante una redada policial, es importante reflexionar en torno a varios aspectos que continúan afectando a la población Lgbti. Uno de los problemas que nuevamente han vuelto al imaginario es el de la enfermedad. El 18 de junio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) dejó de considerar a la transexualidad como un trastorno mental. No obstante, en sus clasificaciones la ha dejado como “Trastornos de la identidad de género”.
Durante muchas décadas, desde que el alemán Karl Westphal publicara el artículo “Sentimiento sexual contrario” (1870), sobre el caso de una lesbiana, la homosexualidad (y en general la diversidad sexual) fue considerada una enfermedad. Solo en 1974 se eliminó del Manual de Psiquiatría Americana –referente mundial- luego de que en 1970 el Movimiento de Liberación Gay, consolidado tras los hechos de Stonewall Inn, exigiera tal eliminación. Insólitamente el cambio lo hizo la Asociación Americana de Psiquiatría tras un plebiscito. Ello muestra que nunca la ciencia tuvo argumentos sólidos. En realidad el discurso moral-religioso influyó en su postura de la misma forma que lo hizo en el Derecho que criminalizó los deseos fuera de norma.
Ahora, si a lo largo de la historia algunas personas Lgbti han presentado algún síntoma ligado a su condición, ha sido porque han prevalecido sociedades homofóbicas. Cualquier ser humano es vulnerable. La mayor parte de las personas Lgbti tienen vidas productivas. Es más, reconocidos científicos, intelectuales y deportistas han pertenecido a la diversidad. Y quienes requieren orientación o tratamiento son las sociedades, las familias, aquellos que señalan. El tema de la enfermedad se ha actualizado a propósito de la discusión del nuevo Código de la Salud en el Ecuador con respecto al cambio de sexo.
Es fundamental, entonces, que la OMS y, en general, las instituciones tengan una postura más radical a favor de la diversidad. Si se continúa hablando de trastorno u otorgando menos derechos por una condición sexual, los estigmas no desaparecerán. La educación, además, debe ser desde la infancia. Así se evitaría el bulín en contra de menores diversos o que no se ajusten a las construcciones culturales sobre la sexualidad. Lamentablemente los seres humanos han sido clasificados, normados, en heterosexuales y en “los otros”. En este sentido toma fuerza la postura queer que se resiste a las normalizaciones. La Marcha del Orgullo Gay debe servirnos para recordar su origen. Una marcha que siempre tiene que ser liderada por personas de la diversidad. No se puede olvidar su origen, su esencia, basada en la inclusión. Inclusión que debe abarcar también lo étnico y lo socioeconómico.