Quien, si no el padre de las mentes versátiles, tuvo que construir los cimientos de esa famélica escultura rodante, formada sin más elementos que fierros, alambres y tornillos, pero que puso a soñar y cambió la vida, de todo aquel que se atrevió a seducirla y a enamorarla, recibiendo a cambio, románticos paseos, por bosques, valles, ríos y montañas; naturalmente estoy hablando de la bicicleta y su inventor, Leonardo Da Vinci, no obstante, este le dio el alma, mas no la vida, porque curiosamente su condición estática e inanimada, perduró hasta comienzos del siglo XIX; justo en el momento en que la mente brillante del artista florentino estaba por descifrar, el cómo dotar de un soplo de vida a su prodigioso alumbramiento, para que diera los primeros pininos, apareció el encargo artístico más importante de su vida, pintar el retrato de la Mona Lisa. No pudo contradecir a su mente inquieta, aceptó este nuevo desafío, dejando huérfana e inacabada a su criatura de dos ruedas; aun así, Leonardo, a su inconclusa obra le dotó de un halo de misterio, igual que lo hiciera cuando pintó su inmortal cuadro; y es que en sus fierros, se guardan celosamente, el espíritu de los lugares, que con gran esfuerzo conquista y seguirá conquistando, gracias a que su creador le ha convertido en una maravillosa máquina del tiempo, porque en segundos, nos traslada, de un tiempo de tristeza a un tiempo de alegría; y a algunos los vuelve campeones, como a nuestro héroe Richard Carapaz.