La crónica fragilidad institucional de los países latinoamericanos permitió el afianzamiento del caudillismo. La imagen del caudillo tiene su origen en la cultura autoritaria heredada de la colonia; es un rezago de la mentalidad absolutista, una reencarnación del encomendero, la continuación del terrateniente, del “patrón grande su mercé”. En el siglo XIX, Flores, García Moreno y Alfaro se miraron en el espejo monárquico: el poder unido a la persona. Ya entonces, el caudillo latinoamericano había cobrado nombre, fama y perfil: Rosas en Argentina, López de Santa Ana en México, Rodríguez de Francia en Paraguay. El caudillo decimonónico, militar o civil, controlaba un territorio, tenía autoridad en un sector de la población cuyos intereses defendía frente a los abusos del poder central. El caudillismo engendró a los dictadores de nuestra agitada historia.
En tiempos más cercanos y no por ello más democráticos, emergieron los caudillos populistas alineados en un nebuloso socialismo llamado “del siglo XXI”: Chávez, Lula, Correa, Ortega, Morales. Su discurso, entonado de izquierdismo, resulta harto repetido por lo reivindicativo, nacionalista y antiimperialista. Ninguno de ellos desmiente su veleidad de presentarse como la reencarnación de los grandes conductores del pasado: Bolívar, Alfaro, Sandino. La Historia, para ellos, es una cadena de acontecimientos que desemboca en su persona, un relato que los glorifica. Narciso, aquel dios ingenuo, no soñaba tanto como ellos. Su visión del poder es personalista. Como Luis XIV bien podrían decir: el poder soy yo. La vida privada del caudillo, su carácter, sus afectos y aversiones se confunden con la vida política. La biografía de los tiranos pasa a ser la historia de sus pueblos.
Líderes mediáticos, conectan con la masa micrófono en mano. La TV los mitifica. En sus aburridos shows hebdomadarios inventan enemigos, desacreditan a la prensa, insultan a los ricos, miman a los pobres, dinamitan instituciones, debilitan la democracia, despiertan la pasión nacionalista. El nacionalismo tiene aquí un nombre: el antiimperialismo. El nacionalismo ha sido la gran ideología de América Latina y qué mejor si se la utiliza para culpar a un enemigo externo de los fracasos ocasionados por la desastrosa política interna del régimen. Ser nacionalista parece sensato si es que significa la defensa de los recursos naturales, económicos y culturales de un país. Ser nacionalista a ultranza, tal como lo defienden estos demagogos es ponerse del lado equivocado de la historia.
El Ecuador jamás debe ser el país de un hombre ni de un partido; no debe tener dueños. El caudillo por más importante o iluminado que se crea nunca debe estar por encima del interés de la nación. Cuando un partido tiende a ser la capilla de un ídolo, la democracia está en peligro.
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