Soy un completo ignorante en zoología, pero sospecho que la especie humana es la que mejor ha podido desarrollar el arte de la simulación, hasta llegar al virtuosismo. Si esta columna fuera tres veces más larga, podría citar numerosos casos en apoyo de mi sospecha; me limitaré, sin embargo, a la joven América, que vive desde hace cinco siglos en la cultura del simulacro.
Doble simulacro, en realidad. El primero comenzó en los albores del siglo XVI, cuando los primeros conquistadores españoles empezaron a explorar el suelo de este continente que había salido a su encuentro en medio del océano. Desconcertados, sintieron que todos sus esquemas mentales, aún de corte medieval, quedaban demasiado estrechos para asimilar lo que sus ojos iban descubriendo. Jamás habían imaginado vegetación tan feraz; y su sentido del espacio y las distancias era incapaz de concebir las dilatadas extensiones de valles, llanuras y montañas. Menos todavía podían entender a unos seres que parecían ser humanos, pero no ansiaban el oro. Aislados como estaban de su cultura madre, se sintieron solos: sin poder producir nuevos conceptos para asimilar la nueva realidad que se desplegaba ante sus ojos, se refugiaron en la Forma. Su religión se redujo entonces a la complicada liturgia tridentina; la ley, a la imposición de un orden imaginario sobre el desorden real; la palabra, a un recurso retórico para esconder el silencio.
El segundo simulacro comenzó en el tránsito del siglo XVI al XVII, y fue el de los nativos sometidos a la autoridad de un rey tan lejano como desconocido. Al comienzo habían intentado resistir a los extraños, pero cuando comprendieron que ya no era posible, supieron que la única manera de ser reconocidos como humanos y salvar su cultura, era aceptar ficticiamente la cultura del vencedor. Se hicieron bautizar y aprendieron la liturgia ajena, pero siguieron creyendo en sus dioses, que eran verdaderos y no se dejaban matar por los mortales; aceptaron la ley, pero actuaron a su modo; aprendieron la nueva lengua, pero la acomodaron a sus propios pensamientos. El mestizaje fue, de este modo, su estrategia de sobrevivencia, y salieron ganando. Al final, lograron configurar un modo propio de practicar la cultura ajena, cuidándose siempre de que lo propio se mantuviera envuelto en las formas ajenas.
Desde entonces, el simulacro ha servido siempre de trasfondo a toda la vida americana. Hemos perfeccionado varios simulacros para la vida cotidiana, contamos con simulacros familiares, sociales, religiosos y políticos, y hemos llegado a practicar también los simulacros de la revolución y el socialismo… Este último domingo, por ejemplo, hemos visto un simulacro de elecciones que, sin embargo, se diferencia de los otros por su grosera vulgaridad, mientras en otros simulacros nunca ha faltado la elegancia (aunque sea fingida).
Y para colmo, las autoridades ecuatorianas simulan no haberse dado cuenta y guardan silencio.
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