A las 12:30 del miércoles parecería que por la calle José López, en el barrio El Tejar, baja una procesión. Son los estudiantes del Colegio Rafael Larrea, quienes ocupan toda la calzada y no dejan espacio para la circulación de los vehículos.
Al llegar a la calle Chile, se aprietan solo en las aceras y pocos arriesgados se abren paso entre los autos. Dos cuadras más abajo ya se confunden con los comerciantes, en las afueras del Centro Comercial Hermano Miguel. Los vendedores ofrecen desde vinchas hasta zapatos.
A esa hora hay mucho ajetreo en las calles del barrio, donde están asentados nueve establecimientos educativos, dos centros comerciales y algunos locales. El comercio y el movimiento estudiantil identifican a El Tejar.
Ese nombre hace referencia a los hornos donde se elaboraban ladrillos y tejas. Ahora, esa actividad desapareció, al igual que los terrenos baldíos, los estrechos caminos de tierra y las dos quebradas (El Cebollar y El Tejar). Ese barrio fue el primer proveedor de material de construcción para las casas del Centro Histórico.
Olga Vallejo es una de las dirigentes y vive en la calle Chile y El Placer. Desde su casa, ha observado el crecimiento del barrio, desde hace 22 años. Los niños ya no juegan en las calles por el peligro. Antes era común verlos corretear y patear pelota.
Los estudiantes copan las aceras hasta las 13:30. Pasada esa hora son los comerciantes y los compradores quienes imponen el ritmo. La actividad comercial se afincó en este sector desde que empezaron a llegar las cacharreras, en la década de los setenta. Eran comerciantes del norte del país que traían productos de Colombia, especialmente confites, ropa y cosméticos. Hasta ahora, hay locales donde se ofrece este tipo de mercadería.
Los vendedores foráneos y lugareños estuvieron en las calles del barrio hasta el 2003. En ese año, para la ejecución del proyecto de regeneración urbana, se construyó el Centro Comercial Hermano Miguel y luego el Centro Comercial del Ahorro, donde fueron reubicados.
Cuando Vallejo se refiere a los centros comerciales, expresa su malestar. La razón: para construir uno de ellos tuvieron que destruir una plaza y la biblioteca pública del barrio. “Ahí se reunían los niños a leer”.
Detrás de la iglesia, recién restaurada y donde reposan los restos de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, está el primer cementerio público que se construyó en Quito. En sus inicios era el límite del barrio, pero ahora está rodeado de casas, que se extienden por las laderas hasta alcanzar Toctiuco y San Juan.
Norberto Jurado tiene 76 años y siempre ha vivido en este barrio. Su casa está frente a la iglesia, donde el 25 de mayo de 1822, un día después de la Batalla de Pichincha, se izó por primera vez la bandera para proclamar la independencia.
Entre los vecinos también rondan las leyendas. José Morales tiene 70 años y vive allí desde hace 42. Se sabe al pie de la letra la de la caja ronca. Era un ataúd cargado por espíritus que pasaba por las calles y quienes lo veían quedaban locos. Otra leyenda es la de la dama tapada. Era una mujer con un velo, a quien los borrachos molestaban. Ella se levantaba el velo y al verla quedaban inmóviles, pues era una calavera.
Las calles de El Tejar son estrechas, casi todas empinadas, unas pavimentadas y otras de adoquín de piedra. Un buen número de casas son de paredes de adobe y techos de teja. Pequeñas, de dos plantas, con balcones y puertas de madera, proyectan una imagen apacible.
En el siglo XVI, el sector albergaba lo que se conocía como los baños del placer del inca, la casa de descanso. Era un sitio estratégico porque estaba rodeado de las dos quebradas, por donde bajaba agua del deshielo del Rucu Pichincha. Con ellas, el inca llenaba las piscinas de su casa.
Ahora, allí funcionan tres establecimientos educativos: la Escuela Leopoldo Chávez, y los colegios Rafael Larrea y Zambrano. El bullicio de los estudiantes se vuelve a escuchar pasadas las 17:00. A esa hora salen quienes estudian en la tarde y caminan por las calles del sector.
Los comerciantes ya guardan la mercadería y para la noche hay pocas personas circulando por las aceras.