No sé dónde encontré esta advertencia: ‘Toda exaltación es una reducción’. Nuestra estrechez de miras y actitudes, acostumbrada a la exageración, convierte lo real en fábula y mito.
Así nos fue, en el descomunal correísmo, bajo su siniestro líder.
Pero me sacudo un instante de este lastre que aún nos oprime, para agradecer a la vida, que enseña, con inesperados giros, a prever el fondo de lo real, desde tempranas, indelebles experiencias.
Es domingo en la vieja casa cuencana de los abuelos; todo brilla en la antesala de día de fiesta: música, versos, alegría. Las hermanas, apenas adolescentes, tocan violín y piano; cantan a dúo las primas grandes. Alguien recita y todos aplauden, porque es tarde de gozo, de vestidos nuevos y de grandes lazos en la melena; de brillo y candor.
Asisto a todo, atenta, con inquietud desconocida, cuando oigo, deslumbrada, las primeras notas del Danubio azul… La amplia falda de mi vestido celeste flota levemente al compás de la música; brillan mis zapatitos negros de charol. El vals me penetra, y me lanzo al espacio vacío de la antesala balanceando los brazos juntos, que se elevan hacia un lado, hacia el otro, y como quien se halla en vuelo, doy vueltas y vueltas, casi entre sueños.
Recojo los brazos y los separo, a manera de alas; muevo las muñecas, aparto y junto los dedos, oyendo exclamaciones y gritos entusiasmados: ¡Qué encanto, la chiquita! ¡La guagua! ¡Qué viva, qué graciosa! ¡Quién creyera!
Y giro sin parar, mareada de gozo. Mis manos se detienen en la cintura, toman luego los vuelos de la falda y los mueven a un lado, a otro. Otra vez se extienden mis brazos en olas. La hermana pianista que ve a la pequeña a través del espejo sobre el piano, repite, como un don, los compases del bellísimo valse… Mi vestidito celeste sigue su vuelo. He dado varias vueltas a la gran antesala, yendo y viniendo sobre mí misma, y vuela mi vestido que dejo, tomo y balanceo, sin perder el compás. Es la delicia plena…
De repente, una mano dura me toma del brazo y me detiene: es la voz, casi grito de la tía mayor: ¡Ya hijita!: ¡Suficiente! ¡Suficiente!…
Calla el piano; todos callan. Me aparto hacia la esquina de la que broté. El precario silencio se interrumpe pronto y vuelve la conversación jubilosa en la que los pequeños no tomamos parte.
Ruido de voces y risas; todo me olvida. En la esquina de la antesala, tras la puerta que casi me esconde, vivo la vergüenza de un atrevimiento que se apagó abismándome en una sima de misterio, pena íntima de haber aparecido. Más tarde, me protejo, sin hablar, en brazos de mi madre: ¿entendió el tránsito entre mi ávida alegría y este inmenso vacío?
Exaltación y reducción me llegaron en un mismo instante. Sus lecciones no fueron evidentes para mí, sino tarde, en la vida, pero esa íntima vivencia que perdura me permitió y me permite aún un sano realismo respecto de mí misma, aunque esta afirmación pueda ser también exagerada exaltación…