“En todo mi trabajo quiero que se vea la materia, que se vean mis manos: es esto lo que da sensibilidad a las construcciones plásticas”, solía reiterar el artista. Y Aníbal Villacís —uno de los grandes artistas pintores latinoamericanos del siglo XX— trabajó la materia en simbiosis única con nuestros orígenes, erigiendo su universo precolombino, reconocido con énfasis por Damián Bayón, Juan Acha, Aracy Amaral, Marta Traba, Rufino Tamayo…
‘Aletheia’ es lo no olvidado, lo no perdido, lo no oculto, es decir, lo verdadero. Aquello que se presenta ante nuestros ojos con la luminosidad de la evidencia. El arte de Villacís conserva viva la ‘aletheia’ griega (la verdad como su epicentro cardinal). El director de un afamado museo estadounidense ha expresado en estos días su interés en una exposición de la obra de nuestro artista. Por eso que llamamos azar, un libro mío en el que consta él ha llegado a sus manos. Pero es imposible reunir su excepcional creación (se ha volatilizado como por ensalmo).
Caídas y levantamientos, arrebato y pasión; lo original como un develamiento que es, a la vez, certeza de algo que proviene de un orden inmemorial; descubrimiento de la actualidad de un fenómeno “como algo que representa el orden extraviado de la Revelación” (Walter Benjamin); resolución de su espléndida obra en oro, plata, madera, arcilla, arena, mármol, piedra menuda… en amasijo de formas que pugnan y se repliegan, que viborean hasta hallar su principio, que retozan o sublevan: el pasado indio y el presente novohispano.
La obra de Villacís desciende y asciende; trasciende los sentidos: obturación de los ojos del alma, rechazo frecuente de la dimensión retiniana, pero también frenesí de las manos, palpando, escogiendo, afinando la materia, extrayendo sus sustancias sagradas. Villacís hurga en lo precolombino: ejercicio sensorial pleno de iluminaciones, prontuario y conjuro de lo que fuimos, somos y seremos. Hueso y tiempo. Ideaciones y reverberaciones. Esplendor y camino. Carbonización de la luz y elevación del significado.
Pero la insistencia en la materia tiene, en su génesis, un propósito furtivo: objetar el soporte plano, darle un corpus que no permita asimilarlo a la imagen y, por ello, al doble simulador de algo, a un hacinamiento visual de conocimientos. No obstante, la superposición de elementos no pretende organizar un volumen, rehúsa igualmente el engreimiento ontológico: ser objetos en sí y no dobles iterativos o morosos de algo preexistente.
El arte es conjunción de espíritu y materia, el primero construye una sutil esencia que se propaga en las vertientes de la armonía. Existe en la naturaleza y en la vida, pero no aparece en sus imitaciones, salvo en la materia recreada. No se dibuja la belleza ni se la fragua, solo es posible nacerla, alumbrarla. Villacís obra ese prodigio. ¡Vaya esta celebración del gran maestro cuyo arte apenas se conoce en su lugar de origen!