A lo largo de su historia el Ecuador llevó como emblema el carácter de su gente. Siempre amable y cordial, presta a brindar ayuda, esa cualidad de su población fue retratada en numerosas crónicas de viajeros que daban cuenta de los gestos amigables con que se encontraban a lo largo de sus jornadas. Tal característica perduró en el tiempo. Quizás explicó de alguna manera por qué este territorio permaneció relativamente inmune al azote del terrorismo, cuando en los países vecinos se desataron cruentas guerras internas. Las rencillas del siglo XX, luego de la disputa liberal-conservadora que culminó en la hoguera bárbara, apenas da cuenta de un enfrentamiento de 4 días y esporádicos levantamientos militares que obedecían más bien a la pretensión de resolver disputas políticas por esa vía, una vez que se hacía patente la incapacidad de los protagonistas de esos tiempos para encontrar soluciones por la vía constitucional. Por ello se adecuaba la definición que este era un país de paz, que calzaba a la perfección con el talante de su gente. Hasta que el humor de la población se enrareció. Soportó por una década la embestida de un discurso disociador, agresivo, que se irradiaba usando toda la maquinaria del poder, ofendiendo a quién se le plante de por medio y provocando el enfrentamiento entre ecuatorianos.
Hoy en día, a 8 meses de que culminaron los bombardeos de insultos por los micrófonos oficiales, el país tiene la oportunidad de dar vuelta a esa página ignominiosa de su historia para intentar reencontrarse, de manera pacífica y ordenada, con un objetivo común: dejar atrás la crisis en las que nos sumió la pasada administración. No se acabarán los contrapuntos ni las contradicciones pero debemos darnos la posibilidad de resolverlos no a los gritos ni con enfrentamientos estériles sino instalándonos en los tiempos en que las disputas se arreglan conforme lo dictan las normas y el sentido común. Ese es el camino elegido por los países con estándares avanzados de bienestar y desarrollo. Lo opuesto resulta primitivo.
Es importante tener una vía democrática en que la población pueda pronunciarse sobre si decide o no desmontar el tinglado montado para perpetuarse en el poder. Es una salida adecuada para que el electorado opte por dejar atrás una etapa ominosa sin enfrentamientos que lamentar. Más allá del hecho anecdótico de mirar una caravana en vedadas prácticas carnavalescas, que cuenta como protagonista principal a quién en su momento se sentía el hombre más poderoso del país, ha sido una campaña tranquila en la que el Ecuador tiene la oportunidad de reconstruir una institucionalidad secuestrada por aquellos que hipócritamente defendían la democracia sólo cuando los beneficiaba.
Quizás es la mejor manera de zanjar esas diferencias que amenazaron con fracturar a la patria, aupada por aquellos que la vieron con ojos de filibusteros, esperando la oportunidad de realizar el mayor saqueo de su historia. Y lo mejor de todo: sin víctimas que lamentar salvo los que ahora lloran su frustración y su ira.
mteran@elcomercio.org