Después de cada evento electoral, tras los triunfalismos, los aplausos y los festejos que dejan las elecciones y los plebiscitos, después de mirar la fiesta de los unos y la derrota de los otros, me asalta la preocupación de que esos episodios no son ejercicio riguroso de democracia responsable, sino algo parecido al sorteo de la felicidad. Y, claro, en los días que siguen a la proclamación de los resultados, prospera en los triunfadores una actitud de nuevos ricos, mientras los perdedores alientan esperanzas de que el próximo bingo si será el suyo. Cuestión de lotería, problema de acertarle a la ruleta.
La perversión de la democracia y la perdición de las repúblicas nace de la constante inmersión en el electoralismo a que se somete a una población desinformada, ilusionada como un niño, agobiada por la propaganda y habituada a entender al Estado como el padre, la madre y el santo patrono. La constante apelación al pueblo devalúa la soberanía popular, porque tanto va el cántaro al agua, que al fin se rompe. La politización induce la conducta, simplifica los temas y hace que las elecciones o las consultas tengan el inocultable y odioso sabor a sorteo de la felicidad.
Esa sensación de haber al cielo quedó flotando en el ambiente en los días siguientes a la aprobación de la Constitución de Montecristi. Y, ¿qué pasó después de aquella “fiesta democrática”, llegó el tiempo de la felicidad y el imperio de la ciudadanía? No. Como no llegará ahora, después de la consulta popular, por la simple razón de que todos esos son asuntos del poder, estrategias de dirigentes y planes de partidos o movimientos, y la felicidad, para la gente de a pie, nunca viene por allí, viene desde cada uno, por el trabajo, por la ilusión de cada familia, por la seguridad, por el sentido de pertenencia que se evapora entre las incertidumbres de la democracia tumultuaria. Después de un tiempo, los eventos políticos que ahora saturan la opinión pública, quedarán en la memoria del hombre común como un rosario de episodios, sustos y escándalos, de los tantos que van construyendo la historia de una república llena de tropiezos, incertidumbres y desengaños.
El problema es que la felicidad nunca llega desde la política, al menos a la casa de los más crédulos, que es la masa en que se apoya el sistema.
Credulidad, esa es la clave. Ingenuidad, esa es la verdad. Y movilización permanente, elecciones sucesivas que no dejan tiempo ni para pensar.
Los países como el Ecuador necesitan un aterrizaje, sereno y responsable, hacia la realidad, a mirar a la democracia como lo que es: un método político; a los gobernantes, como personas comunes y corrientes; a los discursos, como discursos y a la propaganda como propaganda. Ese es el reto pendiente.