El balance de las elecciones cruciales en Catalunya, el jueves 21, va a dejar un tema fundamental sin resolver: la identidad nacional, no de Catalunya, sino de España. Más de 500 años después de conformarse y cuando los actuales dirigentes se empeñan en afirmar que es el estado-nación más antiguo de Europa (en realidad, Portugal lo es), todavía los españoles no tienen una idea clara de su identidad.
Ese ente que muchos catalanes independentistas despectivamente llaman “estado español” (para evitar decir “España”) es el culpable de la confusa personalidad de uno de los pocos sujetos políticos del planeta actual que pueden presumir de una presencia sólida y un reconocimiento impecable. Pero la identidad nacional española sigue siendo una asignatura pendiente.
La explicación de este problema es que la “nación” española nunca fue un ejemplo de una de las dos modalidades fundamentales. España nunca fue una nación de base étnica, religiosa, racial (“alemana”, del Volk romántico, para entendernos). Las dos únicas veces que lo intentó fueron históricamente dos desastres antológicos…
España se construyó como el nombre de su corazón estatal: Castilla. Viene de “castillo”. Desde tiempo inmemorial, los españoles han sido como los moradores del castillo, protegidos y obligados por el señor omnipresente.
¿Con el renacimiento de la democracia, los sucesivos gobiernos han intentado proponerle al pueblo un nacionalismo “constitucional”, garantía de estabilidad, reconciliación, seguridad. Primando la transición, los gobiernos centristas de Unión de Centro Democrático (UCD), del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP) han basado la nacionalidad en la letra de la Constitución.
Pero nunca e ha intentado una modificación del método de Renan. Se necesita una oferta que no se pueda rechazar (“an offer you cannot refuse”, como dicen sarcásticamente en angloamericano). Sobre esa ausencia se ceba el neo-romántico nacionalismo catalán.