Cuando ya parecía que se habían disipado las dudas iniciales, el desaguisado de un amigo cercano y de confianza lo echó todo a perder. Fue suficiente que dijera con demasiada claridad ciertas palabras de gran riesgo, secretas, reservadas, pero que las dijera sin haberse asegurado de las condiciones circundantes, para que el éxito alcanzado duramente se desvaneciera por completo.
Ocurre que en las pasadas elecciones los resultados no fueron muy claros para todos. Hubo reclamos y protestas, y después de las proclamaciones de rigor, muchas dudas quedaron flotando sobre los resultados, empañándolos, privándolos del poco brillo que mostraban. Un nuevo gobierno se instaló, pero nadie sabía si de verdad su novedad era confiable: diversos signos hacían presumir una opaca prolongación de la misma pesadilla de los años pasados. Eran personas de cara bastante conocida; era un discurso ya desgastado por el uso, que en vano se esforzaba el Presidente por repetir con palabras cambiadas.
No obstante, la inauguración de los diálogos cordiales con amigos y adversarios, pero sobre todo el desate de las revelaciones inauditas sobre el pasado inmediato y la consiguiente reacción del aludido, nos fueron llevando lentamente hacia un aflojamiento de tensiones: ya estábamos dispuestos a concederle al flamante gobierno una confianza que fue ganando firmeza cuando la anunciada consulta se tornó una evidencia, mediante una acción decidida del señor Presidente.
Y en eso estábamos cuando, de pronto, ¡zas! El funcionario de confianza, el amigo más próximo, el depositario de todos los secretos (porque eso significa “secretario”) reveló, muy suelto de lengua, que nuestras dudas sobre las pasadas elecciones no estaban infundadas y que lo “nuevo” no era más que el envoltorio de la misma cocina: esa en la que se habían cocinado todos los manjares indigestos de los últimos años. La fragilidad de las certezas políticas se hizo evidente, y si alguien, por falta de experiencia, no las hubiera tenido como ciertas, hubo de convencerse de su penosa realidad. Así es, hay que aceptarlo. En política nada está dicho para siempre, y las mismas palabras “para siempre” están ausentes de su propio diccionario.
Así, pues, hemos vuelto al principio: la sombra de la duda gravita muy cerca de las cabezas gobernantes. Nada envenena tanto la vida social como la desconfianza; y el señor Presidente debe estar ahora convencido de que su frágil gobierno está flotando ahora mismo en las aguas más turbias de una atroz desconfianza. Como por arte de magia, las palabras traen ahora unos ecos que invierten su sentido, y cuando nos dicen “democracia” oímos “autocracia”, cuando nos dicen “renovación” oímos “regresión”, y cuando nos dicen “reactivación” entendemos “recesión”.
¿Podrá salir de esto el señor Presidente? ¿Será por eso que viajó al Vaticano, en busca quizá de que Francisco pueda obtener para él las luces del Espíritu Santo?