El fin de semana llegó al país el expresidente Rafael Correa. Para su traslado tomó dos vuelos: uno comercial, desde Bélgica a Bogotá, y otro privado, desde esa ciudad a Guayaquil.
Al ser consultado sobre quién pagó el pasaje desde la capital colombiana, Correa no quiso revelar la identidad del benefactor, solo comentó que fue un buen amigo. Según estimaciones, el alquiler de ese avión costó alrededor de USD 30 000, que debieron cubrir los seis pasajeros que lo abordaron, más o menos unos USD 5 000 cada uno. Correa, sin duda, tiene un amigo muy generoso.
Este incidente me trasladó inmediatamente a la película ‘Norman, el hombre que lo conseguía todo’, una magnífica sátira política protagonizada por Richard Gere.
En esencia, la trama muestra las peripecias de un lobbista de las altas esferas del poder que se acerca a un joven y prometedor político israelita y para ganarse su confianza le obsequia un par de caros zapatos. Deslumbrado por el ‘desprendimiento’ de Norman, el político, que con el tiempo se convertirá en Primer Ministro, le abre las puertas de sus contactos y conexiones, que luego se plasmarán en jugosos contratos para multinacionales con su gobierno.
La cinta plasma con genialidad algo bien conocido en la vida real: en política no hay buenos amigos sino intereses. Los favores no son gratuitos, tarde o temprano se pagan.
Lo ocurrido con Correa es mucho más que una anécdota. Simboliza su visión del mundo y de la (anti) ética política. El misterio alrededor de su amigo no es una sorpresa. Expresa claramente lo que fue una constante en sus diez años de gobierno: opacidad y secretismo.
Secretos, por ejemplo, fueron los millonarios contratos de su hermano, Fabricio, con el gobierno, que solo se conocieron por la tenacidad de la prensa. Secretos, los voraces convenios de preventa petrolera con China, cuyas condiciones aún se desconocen. Opacas, las contrataciones a dedo que reemplazaron los concursos públicos y abrieron las puertas a una corrupción institucionalizada,sin precedentes.