No sé si nuestros políticos viven en una dimensión paralela pero siento que el pueblo va por un lado y los que manejan la res pública, por otro. Siento que la política, esta lucha por la supervivencia de una u otra institucionalidad (según lo que se entienda), se va comiendo poco a poco la capacidad de decidir cosas tan elementales como el gasto público, el endeudamiento, la creación de empleo, el castigo a los corruptos o la vuelta a casa de los pródigos.
¿Seremos capaces de sujetar a la bestia? Me refiero a la catástrofe que supone la falta de esperanza de un número insoportable de jóvenes precarizados, que no saben a dónde ir o dónde quedarse, y de una bolsa de mayores de 55 años parados, informales o subempleados de larga duración que, con enorme resignación, se van convirtiendo en subsidiados eternos (siempre y cuando algunito no les suplante la identidad y se lleve el subsidio).
Hoy todo el mundo elige un discurso más radical, lo que no quiere decir que sea más izquierdista o derechista. Son los gajes del populismo. Pero el pueblo ahí sigue, pobre y disminuido, plantado en una tierra de gigantes, esperando que alguien le meta mano a la economía y nos ayude a pasar del rollo neocapitalista a una economía social y solidaria en la que la persona sea el centro de todo. Entiendo que la crisis económica es compleja y que son muchas las aristas que inciden en el precio del petróleo o en la presión fiscal, en la deuda externa o en el lento proceso de cambio de la matriz productiva. Palabras no han faltado y sabios tampoco, pero ahí seguimos, escasos y endeudados, pendientes de que los políticos se aclaren.
Dicen que la crisis política se fraguó en la progresiva desconexión de los partidos de la ciudadanía: en su incapacidad para responder a las necesidades de los pobres y para articular los intereses de aquellos a quienes dicen representar.
Siempre he asistido a esta pugna constante y poco novedosa entre la gente y los políticos, entre el pulso populista y el tecnócrata, entre la necesaria transparencia y la tentación de no rendir cuentas, más allá de las proclamas de tarima. Hasta hace muy poco casi todo era maravilloso, la unidad sin fisuras y la losa sin goteras, los corazones ardientes y las manos limpias. Hoy, la gentita sencilla dice que todo está podrido… Era difícil alzar la voz, porque la gente tenía miedo de que le devolvieran el ciento por uno. Pero, sin negar la complejidad de las cosas, habrá que mirar hacia el futuro y avanzar en la dirección del bien.
El bien no lo marcan las utilidades de la empresa, ni los intereses del partido, ni los discursos políticamente correctos. El bien lo marcan la virtud, la ética, las necesidades de los pobres, los sueños de los jóvenes, la promoción y el desarrollo de hombres y pueblos que aspiran a construir un mundo mejor, justo, libre, incluyente, digno.