El prematuro optimismo que han expresado algunos sectores ciudadanos por la proclamación de un “nuevo estilo” para gobernar me parece ingenuo: más importante y trascendente es un cambio de contenido. El país ha soportado, durante los últimos diez años, la imposición arbitraria y antidemocrática de un proyecto político cuyos representantes continuarán en el poder. El cambio que se requiere no debe ser superficial: chistes de mal gusto en lugar de insultos, un supuesto respeto en lugar de la descalificación o la apertura a un diálogo infructuoso en lugar de la intransigencia. Todo lo contrario: es imprescindible un cambio de rumbo, de procedimientos y de objetivos. Es una imperiosa y urgente necesidad histórica.
¿El estado de derecho, arrasado por la llamada ‘revolución ciudadana’, tendrá plena vigencia? ¿Tendremos un gobierno que se regirá por la ley, la respetará y no la manipulará para defender sus intereses coyunturales? ¿La ley no seguirá siendo un medio para dejar en la impunidad los actos de corrupción y para limitar y coartar los derechos y las libertades de los ciudadanos? ¿Las funciones del estado gozarán de la independencia garantizada en la Constitución o seguirán siendo parte de un poder único, concentrado y hegemónico? ¿La Constitución, calificada con miopía y cursilería como “un canto a la vida”, que en realidad ha sido un instrumento de un poder autoritario, será reformada?
¿La Asamblea recuperará sus atribuciones, será independiente, fiscalizará y legislará por propia iniciativa? ¿La Corte Constitucional se convertirá en defensora de la constitucionalidad o seguirá sometida a los intereses del poder? ¿Los órganos de control cumplirán su misión? ¿La administración de justicia, degradada por la arbitraria, abusiva e inconstitucional injerencia del Consejo de la Judicatura, gozará al fin de independencia? ¿Los jueces, subordinados y obedientes, dejarán de cumplir “directrices” y actuarán respetando la ley? ¿La Fiscalía actuará con diligencia sólo en defensa de los intereses del poder? ¿Los organismos electorales serán integrados con pluralidad y actuarán con imparcialidad?
¿Disminuirá el tamaño del estado y el costo asfixiante de una burocracia innecesaria e ineficiente? ¿Se racionalizará el manejo del agresivo e inconsulto endeudamiento, verdadero dogal para futuras generaciones? ¿Se informará a los ciudadanos sobre las condiciones en que ha sido adquirido? ¿El irresponsable, dispendioso e inmoral gasto público no continuará y, por tanto, se impondrá una política de austeridad? ¿No habrá nuevos impuestos? ¿Se combatirá implacablemente la corrupción y los funcionarios públicos, comenzando por el nuevo gobernante, informarán sin ocultamientos y con claridad sobre sus actos? ¿El poder responderá estas preguntas, y muchas más, con la verdad? ¿Habrá, en realidad, un cambio?