El caudillo estuvo tanto tiempo al mando del país que la gran mayoría de la población, incluso sus más fervientes admiradores, comprendieron que aquella pausa no solo era refrescante sino también necesaria. Él, por supuesto, seguía creyendo que era infalible e imprescindible, pero las fuerzas de la política, a veces tan inciertas como las corrientes marinas, lo arrastraron hasta el exilio.
En todos esos años, durante su gobierno, el país atravesó varias épocas tormentosas y vivió en permanente zozobra al vaivén de la violencia social, de la crisis económica y de las confrontaciones entre oficialistas y opositores.
Los escándalos y actos de corrupción desbordaron todos los diques históricos. Las persecuciones, acusaciones, amenazas, insultos, prohibiciones y vejaciones se convirtieron en noticia de cada día, y los crímenes y atentados eran portadas frecuentes de los principales periódicos de la nación.
Las satisfacciones, que también existieron, por supuesto, se inclinaron en mayor grado hacia el lado del gobierno, en especial hacia sus amigos y colaboradores más cercanos: empresarios de negocios tan turbios como florecientes, y funcionarios públicos bien entroncados. El galopante sistema de corrupción, alentado por la más descarada impunidad, fue el mejor aliado de estos siniestros personajes. Así, a pesar de la admiración que había por el caudillo, de su populismo exacerbado y de su omnipresencia mediática en cada rincón de la patria, las clases menos favorecidas, las que siempre lo habían amado y vitoreado, se cansaron de escuchar promesas, se hartaron de recibir dádivas y limosnas, y, desempleados, hambreados, agotados y sufridos, dijeron: ¡Basta!
De este modo, el período del caudillo llegó a su final. Pero incluso en las postrimerías del gobierno, cuando estaba a punto de perder el inconmensurable poder que había acumulado con el tiempo, cuando se aprestaba a abordar el avión que se lo llevaría por múltiples destinos hasta recalar en un país europeo, su megalomanía, su soberbia y su narcisismo lo envolvieron en una suerte de aura negra y su voz tronó intimidante: ¡Volveré!
Y, en efecto, Juan Domingo Perón volvió dieciocho años después para convertirse una vez más en caudillo y gobernar a la Argentina, junto a su esposa María Estela Martínez, durante diez meses, hasta su muerte en el mes de julio de 1974. El exilio final en España, según relata el escritor Tomás Eloy Martínez en ‘La novela de Perón’, una de sus obras más ambiciosas, lo convirtió en un hombre reflexivo y reposado, pero nunca dejó de creer que había nacido para salvar a su patria.
“Muchos pueblos eligen sus gobernantes convencidos de su acierto. La mayor parte de las veces se verán defraudados, porque el artista nace, no se hace… El verdadero gobernante es, además de un conductor, un maestro. Su tarea no se reduce a conducir un pueblo, sino también a educarlo”. (Juan Domingo Perón: Junio 1946 – Septiembre 1955; Octubre 1973 – Julio 1974).