Hace pocos días Transparencia Internacional publicó su informe anual sobre percepción de la corrupción a nivel mundial con no muy buenos augurios. Más de dos tercios de los 176 países y territorios en el índice están por debajo del punto medio de la escala de 0 (muy corrupto) a 100 (muy transparente), siendo el puntaje global promedio de 43, lo que indica una corrupción endémica en el sector público a nivel mundial. Ecuador se ubicó en el puesto 31, siendo uno de los países más corruptos de Sudamérica, solo por encima de Paraguay.
Los países con baja calificación en el índice presentan instituciones públicas poco fiables y que funcionan mal, un poder judicial carente de independencia, leyes que son burladas o ignoradas y situaciones permanentes de soborno y extorsión. Todo frente a la indiferencia oficial. Los países mejor calificados tienen mayores grados de libertad de prensa y acceso a la información sobre gasto público, normas más estrictas de integridad para los funcionarios públicos y sistemas judiciales independientes.
La crítica que podría surgir es que es un mero índice de percepciones, puesto que su metodología consiste en recabar impresiones de empresarios y expertos de cada país sobre el nivel de corrupción en el sector público, pero ¿de qué otra forma se podría construir un índice de este tipo?
A los corruptos no se les puede hacer un cuestionario sobre los montos que han pagado o han recibido por determinados favores del gobierno, salvo que se los pesque y empiecen a “cantar”, como en los casos Odebrecht o Petroecuador.
En todo caso, un gobierno íntegro lo que debería hacer, en lugar de inventarse cuentos chinos para proteger a funcionarios que, en el mejor de los casos, son políticamente responsables de la corrupción, es poner a consideración de autoridades independientes toda la información pertinente a fin de llegar a determinar hasta el último implicado e incluso, cesar a dichos funcionarios por su responsabilidad por, al menos, omisión. Ahora, si el gobierno está implicado en la corrupción hasta las más altas esferas, quienes deberían ejercer ese papel fiscalizador son los organismos de control y las otras funciones del Estado, pues precisamente de eso se tratan los pesos y contrapesos y la rendición de cuentas.
Sin embargo, cuando se tiene un gobierno que en lugar de ayudar a investigar y destapar la corrupción alega que está siendo atacado por supuestos conspiradores y cuando la institucionalidad no funciona y no existe independencia ni de la justicia, ni de los órganos de control ni del legislativo, pues entonces tenemos que confiar en que sean otros, un nuevo gobierno, los que pongan un alto y nos saquen del vergonzoso lugar que ocupamos en los índices mundiales de corrupción. Las elecciones que se avecinan constituyen la oportunidad para hacerlo.