Decenas de miles de personas siguen ahí, atrapadas desde hace meses, esperando en vano que otros decidan su futuro. Me refiero a la gran batalla que se desarrolla en Alepo, un fracaso más, entre otros muchos, de la condición humana. Las caras del horror son interminables y, al mismo tiempo, conmovedoras…
Fátima debería de estar muerta. A sus nueve meses ha quedado huérfana, sufre desnutrición y ha perdido un brazo, aprisionada bajo los escombros. Su barrio, al-Mashad, se ha convertido en un monumento a la barbarie humana, reflejo de las atrocidades de esta maldita guerra que nunca debió de existir.
Los bombardeos mataron a sus padres y el único sobreviviente fue su hermano de siete años de edad. El niño logró sobrevivir y pedir ayuda. Cuando llegó el socorro, encontraron a la pequeña Fátima, destrozada pero con vida, llorando desconsolada bajo una plancha de metal. Fátima logró sobrevivir y hoy se recupera en el hospital. Dicen que está en la mitad del peso de un niño de su edad, pero vive, manca y desnutrida, lo cual no es poco.
La violencia (¡maldita sea esta guerra y todas las guerras!) es tal que hasta los bebés son blanco de la violencia. Por ahora Fátima está a salvo pero su futuro, como el de miles de habitantes de Alepo, es una incógnita. Algún día tendrá que salir del hospital para encontrarse nuevamente amenazada por la violencia y perdida en medio del horror. Dudo que esta historia, la de Fátima y la de tantos otros, tengan por ahora un final feliz.
La vida y la muerte de cualquiera se decide en Damasco, pero la continuidad de la guerra es una decisión que se toma a miles de kilómetros de Alepo por hombres de camisa blanca y corbata de Hermes; hombres que hablan en nombre de la civilización, de la libertad, de la democracia e, incluso, de Dios. Al respecto, escucho a Mr. Trump o a Mr. Putin y es como para echarse a temblar… Es evidente que cada cual acerca el ascua a su sardina y que cada uno busca su propio interés. ¿Se han preguntado sobre el tristísimo papel de la ONU en esta y en todas las contiendas?
La historia de Fátima es una más entre miles. No sólo nos muestra los horrores de la guerra (así se titula una serie de pinturas de Goya, que retratan la barbarie de las fuerzas napoleónicas en una España avasallada por el terror), sino también la miseria del corazón humano, incapaz de sembrar paz allí donde hay guerra, sobre todo cuando la política se somete a los intereses del poder y del dinero. ¿Qué importa que la situación humanitaria siga siendo catastrófica? Los hijos que mueren siempre son de otros.
Es triste decirlo, pero cuando la barbarie anida en el corazón del hombre, lo único que queda, como si se tratara de un inmenso dios Mammón, es sacrificar a los hombres, aunque se trate de un pequeño, inocente e indefenso bebé. Difícil dormir tranquilo.
jparrilla@elcomercio.org