La repentina salida de la cúpula militar, la semana pasada, evidencia lo que ha sido una constante en el Gobierno. Una relación tensa, sin interlocutores ni mediadores posibles, entre el presidente Rafael Correa y el Alto Mando.
Esta última escaramuza ocurre una semana después de que Correa declarara públicamente que hay un fuerte movimiento de militares en servicio pasivo, “esos troglodistas y fascistas, formados en la Escuela de las Américas que nos la tienen jurada”.
Lo cierto es que, tanto militares activos como pasivos han expresado sus discrepancias con la forma en que el Régimen ha abordado temas castrenses y ha emprendido reformas en el sector. Precisamente, en octubre, el oficialismo aprobó la enmienda a la Ley de Seguridad Social y de Pensiones de las FF.AA., que suprimió la presencia de los comandantes de rama en el directorio del Issfa y redujo los montos de aporte a la seguridad social. Lejos de apaciguar las aguas, la decisión legislativa provocó nuevas reacciones.
En la Corte Constitucional se presentaron cerca de 60 demandas de inconstitucionalidad de la ley, impulsadas por militares de diferentes grados, incluido un general en servicio activo.
Más allá del resultado que tengan estos procesos en la Corte, la escalada de la confrontación debilita a la institución militar, que ya fue particularmente golpeada en febrero pasado. Ese mes también fue descabezada la cúpula, luego de que los comandantes mostraran su oposición al débito de USD 41 millones de las cuentas del Issfa.
Lo que queda en claro es que los últimos nueve años ni el Régimen ni los militares han podido encontrar canales apropiados de diálogo para zanjar sus diferencias. Los uniformados han persistido en su posición de presión, a través de varios canales, sin entender las lógicas de reforma y modernización que, con formas atropelladas, el Gobierno ha querido imponer. Eso si, siguiendo un guión con poco espacio para las voces críticas.