Decenas de personas se organizaron en Quito para ayudar a los damnificados del terremoto. Foto: Juan Carlos Moya/ EL COMERCIO
Eran cuatro. Luego diez. Después decenas y hasta la tarde cientos de personas con una sola misión: construir un puente de solidaridad desde Quito hasta las costas ecuatorianas.
En la mañana hubo tenue sol y no desmayaban los hombres y mujeres que cargaban en camionetas los víveres y ropa. Al mediodía a nadie se le ocurrió hacer una pausa. “Todos estamos contra el tiempo. Ellos esperan por nuestra ayuda”, exclamó Belén Campaña, universitaria, mientras pasaba de mano en mano las bolsas de abastos. La fila humana se fue alargando por la avenida Amazonas, desde la Cruz del Papa hacia el sur. A medida que avanzaba el domingo llegaban más solidarios.
La presencia de grupos de jóvenes era numerosa. Se diría que comandaban la misión. Con su humor, con su vitalidad, con esa energía invencible por ayudar a sus “hermanos en peligro”, como decía Belén.
Con pantalonetas, pelo largo, camisetas negras de sus bandas favoritas (Metallica, ACDC, Pink Floyd…) los jóvenes estaban ahí. “Aquí presentes los roqueros. Porque nosotros queremos un mundo diferente. Ser humano es proteger a tu vecino”, decía Iván Ramírez, a sus 19 años. Cargando cartones de agua, y corriendo hacia una de las camionetas que aguardaban en el parqueadero.
La fila de carros se mantenía nutrida y cada minuto llegaban más donantes. Se abrían los portamaletas y la Policía recogía los productos que pasaban de mano en mano. Una fila de hormigas, obreros de la ayuda, comprometidos con la bondad. ¿Sus rostros? Una conmovedora variación de la alegría de ayudar a la congoja de sospechar que se vienen días desafiantes: otra vez el ser humano empezando de cero, de pie, con templanza ante la inclemencia de la natura.
“Somos una misma bandera, un mismo corazón. Aquí para ayudar a mis hermanos ecuatorianos. Soy de Aragua”, exclamó Miguel Morillo. “Somos un grupo de electricistas. Me siento feliz de poder ayudar. De ser parte del cambio. Tenemos los mismos colores. Venezuela aquí con Ecuador”, gritaba Roger Coronel, también de Aragua. Y su voz atemperada por el caribe contagiaba ánimo a todos.
Y la cadena no paraba.
Y flacos y robustos, y pequeños y grandes, y jóvenes y ancianos, todos eran un solo brazo que cargaba hacia las camionetas (o volquetas) las maletas, cartones, y bolsas de dotaciones.
También en la tribuna de la Shyris se gestaban escenas de filantropía: gente de Perú, de Argentina, de Estados Unidos, de Bolivia; europeos y hasta asiáticos, configuraban un solo ser humano trabajando en equipo ante la adversidad. Sin lengua ni raza ni credo ni bandera. Convencidos que cada uno aportaba para reparar las heridas.
“Hasta que el cuerpo aguante. Hasta esa hora me quedo aquí. El Ecuador es un solo equipo”, señalaba Miriam Ruiz, quien recogía la ropa en cartones.
Cayó la tarde. El frío arreciaba en las orillas del parque. Los rumores decían que más gente bajaba de los barrios aledaños. Y que en otros puntos de la ciudad, la tónica era similar: brindar ayuda.
La gente de camiseta temblaba y los que tenían ponchos se cubrían las cabezas. “El trabajo continua. La vida es una construcción de buenos mensajes: uno de ellos —el más importante— es la solidaridad. ¡No queremos ver repetidas veces la misma fotografía del desastre! ¡Queremos crear imágenes y mensajes positivos!, de cambio, de ayuda, de lucha. Aquí estamos. Somos la otra cara de la oscuridad. Somos luz. Nuestras manos se juntan y podemos lograr reconstruirnos. Estamos ya levantándonos. Tenemos fuerza y fe. El ser humano puede perder todo, menos la alegría de vivir”, señaló Vanessa Olvera, psicóloga, cargando dos maletas de ropa. Cuando se quitó sus gafas, se podía ver sus ojos mojados de lágrimas.
Los botellones de agua se juntaban en pirámides, también se recolectaba cargamentos de cobijas y zapatos. Y un detalle sensible: los niños no habían olvidado llevar comida para mascotas.
De repente se escucharon unos aplausos. Un sonido jubiloso que señalaba que la gente había logrado cargar otra camioneta con más productos, vehículo que salía a toda prisa hacia los destinos afectados.
Finalmente, rostros alegres. Abrazos entre desconocidos cuyo azar los había trasformado en misioneros. Choque de palmas. Puños al aire. Y en un costado, una mujer con el celular en mano, los ojos llenos de lágrimas: “Si mamá, ver esto es lo más hermoso de mi vida. La gente ayudándose, unos a otros, como hermanos”.