Con las nuevas medidas económicas, el Estado cierra el círculo del control sobre los ingresos y gastos de cada uno de sus ciudadanos.
Toda persona que trabaja o produce en el sector formal de la economía, en particular de la clase media, está sujeta a vigilancia: el Estado tiene acceso al detalle de salarios u honorarios, movimientos en cuentas bancarias, transferencias recibidas y realizadas.
Como se requieren facturas de las compras y nuestros pagos para descontar los gastos personales y pagar impuestos (prediales, a la renta, el IVA, el ICE, el ISD), todo pago, transacción, crédito que se obtiene u operación de contenido económico que se realiza se registra, se acumula, se guarda.
Las nuevas tecnologías de la información permiten procesar miles de datos con un solo clic. Una simple operación expondrá nuestra vida al Estado a cualquier funcionario público que en nombre de nuestras obligaciones tributarias, de la lucha contra el lavado de activos o la defensa de la seguridad pública, se sienta con el poder o la autorización para hurgar en cientos de aspectos de nuestra vida privada.
No olviden que nuestros ingresos y pagos revelan nuestros hábitos, y estos ahora se encuentran registrados y a mano de quien tiene poder para saber, además, sobre nuestro estado civil, hijos, estudios, viajes, seguridad social, propiedades, juicios, trabajo, vehículos, infracciones de tránsito, afiliación política, etc.
¿Cuál es el límite a esta avidez por conocer nuestras vidas? ¿Es permisible que lo haga? ¿Quiénes tienen acceso a ella? ¿Es aceptable que el Estado conozca el detalle de nuestras compras, de la ropa que adquirimos, de los medicamentos que nos prescriben, de los restaurantes en los que comemos? ¿Cuánto es mucho?
Dirán que todo esto es una preocupación de la clase media o de los ricos, que los pobres no compran con factura, no viajan, no comen en restaurantes, etc.; sin embargo, el esquema de control y vigilancia está creado, solo es cuestión de tiempo para que todos de una u otra forma caigamos en esa maquinaria.
Las nuevas medidas económicas y tributarias cierran ese círculo de control (informar cuánto dinero sacamos para un viaje cualquiera, rastrear nuestros consumos en el extranjero), se suman a cientos de regulaciones que ha dictado el régimen de la revolución ciudadana que habilita al Estado a mantener un sofisticado esquema de control sobre cada ciudadano, cada vez más grande y pesado.
Y no me refiero a las posibilidades que brinda la legislación penal a las escuchas telefónicas, ingreso a nuestras computadores o archivos electrónicos. Se trata de algo más cotidiano, por ello más peligroso.
Este es un tema de derechos. Aunque en ocasiones parecería inútil recordarlo, restringir nuestra privacidad debería ser excepcional.
Que estas limitaciones sean aprobadas en una Asamblea servil no las convierte en compatibles con los estándares internacionales. Esperemos que pronto existan las condiciones para revisar este pernicioso esquema de vigilancia que no puede sostenerse en razones de interés público.