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Desde tiempos tan remotos que se pierden en el origen de su especie, los seres humanos parecen haber sentido una fascinación irresistible por el círculo. El Diccionario de los Símbolos, de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (Robert Laffont et Éd. Jupiter, París, 1969), registra las diversas interpretaciones hechas de esa figura en los más lejanos pueblos de Asia y Europa, e incluye alguna de los indígenas Dakota, en Norteamérica, pero no dice una palabra sobre los pueblos maya y kechwa, menos aún de los demás habitantes originarios del subcontinente sudamericano.
Pese a su diversidad, entre todas esas interpretaciones hay elementos comunes y constantes que asocian el círculo con el cielo y sus movimientos, o también con la divinidad. Borges, por su parte, registró las diversas versiones de la esfera que pueden encontrarse entre los griegos, y termina uno de sus magistrales ensayos citando a Pascal, quien aplica a la naturaleza la metáfora que proviene de un texto de Jordán Bruno: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (“Otras inquisiciones”, 1960).
Presente en la arquitectura de la India y en la bizantina, trasladada a las iglesias románicas pero ya anticipada por celtas y practicada por los derviches en su danza, la figura circular parece omnipresente en las culturas de todos los pueblos, lo cual permite demostrar que todos ellos construyeron sus laboriosas cosmogonías y sus dogmas religiosos partiendo de la inmediata observación de los fenómenos naturales que se despliegan siempre en ciclos, aparentemente iguales, pero siempre distintos: la alternancia de la luz y la sombra, del calor y del frío, de la siembra y la cosecha y de la fertilidad animal parecen repetir infinitamente un movimiento circular que siempre recomienza en el mismo punto en que termina.
También, la existencia humana, con su alternancia inevitable de nacimiento y de muerte, sigue la ley ineluctable, pero introduce una variante: embarcado en su loca aventura de crear su propio mundo, el ser humano ha hecho de su existencia como especie un proceso incesante de distanciamiento de la naturaleza. Sin poder romper jamás sus vínculos con ella (antes bien, sujeto a sus leyes inmutables) el ser humano ha hecho para sí mismo una suerte de sobremundo regido por su propia legalidad. Por eso los ciclos humanos, que en conjunto hacen la historia, parecen repetirse aunque son siempre distintos.
Para nuestros antepasados, el tiempo no se presentaba como para el positivismo occidental, como una línea ascendente e interminable (el progreso), sino como un círculo que siempre recomienza y se renueva. “Pachakutik” que es nombre de ese momento estelar de recomienzo. Antes de adquirir las connotaciones políticas que le han privado de su riqueza, este concepto fue de los más valiosos que hemos heredado de nuestros antepasados: pensando en él, parecería que este final de año es también el final de un período de espejismos e ilusiones. Mañana otro tiempo vendrá, y con él nuevas ilusiones.