Me refiero, lisa y llanamente, al fundamentalismo. A tantos fundamentalismos sociales, políticos y religiosos que marcan y enmarcan nuestras vidas y acaban reduciendo nuestra libertad, a veces hasta el punto de anularla.
Socialmente, hoy existe una cultura fanática que ha hecho de la imagen y del consumo un auténtico mito. Vale quien luce y quien tiene, quien maneja plata, quien compra y vende, aunque la conciencia esté vacía de contenidos liberadores y el corazón prostituido por mil intereses. Así educamos a los jóvenes (a los propios hijos), recortando las alas de sus sueños, reduciéndolos al prestigio del poder y de la plata, convencidos de que un hombre sin dinero es un bulto sospechoso. Por algo, los jóvenes rebeldes escribían en las paredes: “Nuestros sueños no caben en vuestras urnas”.
¿Y la política? Hay fundamentalismos de izquierda y de derecha, hasta el punto de que los extremos se tocan… ¿Cuándo? Cuando la persona, su conciencia, su pensamiento, su libertad de expresión y su dignidad quedan sometidas a los intereses de la ideología, del poder o del dinero. ¿Será que todo vale con tal de estar sentados en la poltrona, cobrar el sueldo y las regalías?
¿Y la religión? No hay fundamentalismo peor que poner a Dios como fundamento de nuestra codicia. En el nombre de Dios hemos hecho (y hacemos, sin necesidad de invocar al Estado Islámico) tantas barbaridades, incluida la pretensión de la impunidad. Si Dios nos respalda, ¿quién puede poner en tela de juicio nuestros actos? Yo conocí a un dictador que decía sentirse solo responsable ante Dios y la historia… Cuando el nombre de Dios opaca la justicia y la dignidad humana hay que empezar a dudar de la santidad de tal nombre.
Los fundamentalismos nos rodean y nos ahogan, secuestran nuestra capacidad crítica y nos impiden vivir y crecer en libertad. Se nutren del conformismo y de la pereza intelectual. Llegamos a convencernos de que todo está atado y bien atado en el mundo que, día a día, construimos o, simplemente, nos construyen. Pero la realidad es otra…
Cuando Europa creía tener blindadas sus fronteras, cientos de miles de refugiados tumbaron las alambradas y despertaron las conciencias adormecidas del bienestar. Por nuestra parte, no habíamos digerido aún lo del “milagro ecuatoriano” y nos encontramos con la despensa vacía, atentos nuevamente a las migajas que caen del mantel. Así es la vida…
Por eso, frente a los fundamentalismos lo mejor es la ironía, su gran enemigo. No como evasión que nos evite enfrentarnos con la verdad, sino como capacidad de retratar lo que en el fondo está escondido: las verdaderas razones, tantas veces ocultas y maquilladas tras la máscara de las apariencias y de las paradojas.
No se dejen impresionar por las palabras y por los gestos altisonantes. Lo fundamental no está fuera, sino dentro de nosotros mismos, en el fondo del corazón, en la pureza de la conciencia, en las intenciones leales y en la transparencia de la vida.
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