Si alguien realizara un estudio sobre el contenido de los monólogos sabatinos de nuestro gobernante, tal vez en búsqueda de respuestas para comprender el deterioro institucional, económico, jurídico y ético que vive el país, ¿qué encontraría?
Entre las múltiples frases sueltas, entre los diversos temas tratados sin orden ni concierto, ¿qué descubriría? Además de la descalificación a quienes no comparten sus criterios, de burlas e insultos, de ofrecimientos demagógicos y de una autocomplacencia ilimitada, narcisista y desbordante, ¿qué hallaría? Nada que se acerque a una concepción estructurada y coherente de la realidad. Ni una doctrina política que la sustente ni una visión teleológica que la justifique.
El discurso de los sábados es coyuntural, vacío, superficial y violento. No es más que la repetición oficializada, entre la frivolidad de los aplausos ‘espontáneos’, de las prácticas retóricas que le han permitido mantener la adhesión de algunos sectores encandilados por los fuegos artificiales de sus frases hechas, sus lugares comunes y sus ofrecimientos de reivindicación, siempre por la vía del revanchismo, el resentimiento, la manipulación y la ofensa. Es una expresión de equilibrismo: no busca ejercer el poder para unir a los ecuatorianos y construir un futuro mejor: sólo pretende mantenerse en él, defenderlo y conservarlo, usando todos los medios a su alcance y sin la necesaria y previa valoración moral.
El escritor y filósofo español José Ortega y Gasset afirmaba que el futuro es el factor que integra en un todo a los diferentes grupos que forman una sociedad. Es la vigencia de un programa para el mañana, para actuar unidos y para vivir juntos. Es un cúmulo de deseos, aspiraciones y ambiciones. Es, en definitiva, “un proyecto sugestivo de vida en común”. “Los grupos que integran un Estado -escribía- viven juntos para algo; son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo”. El proyecto correísta es lo contrario: excluye, auspicia la división y los enfrentamientos, elimina el diálogo civilizado y maduro, descalifica, agravia y desune.
Un político que pretende mantener el apoyo de algunos sectores populares mediante el engaño y la mentira, la amenaza y el insulto, la distorsión de los hechos, la exacerbación de las pasiones, el clientelismo y la alienación de los ciudadanos con una propaganda atosigante, persistente y falaz, no es un estadista. Es el caso de nuestro preclaro gobernante: no tiene una formación integral ni una visión a largo plazo. Todo lo observa a través del prisma maniqueo y deformante de sus intereses personales y de su ambición obsesiva de poder. Ha trasladado su mundo privado al escenario público. Ha sido incapaz de superar sus resentimientos y frustraciones, sus antipatías y complejos: sin idealismo, carece de generosidad y de grandeza.
arodriguez@elcomercio.org