“En el mundo latinoamericano –ha escrito Jorge Edwards- hay solo tres o cuatro escritores que leen, que se relacionan con el pasado de la literatura, que conversan con los muertos (para citar a Francisco de Quevedo) de un modo comparable, emparentado con el suyo. Pienso en Jorge Luís Borges, en el brasileño Joaquim María Machado de Assis, en Alfonso Reyes. Pienso en ellos y en su semilla, en su parentela, más numerosa de lo que se cree, en su descendencia”. A esta privilegiada y magra lista yo añadiría dos nombres más, el de Germán Arciniegas y el de Octavio Paz.
La lectura como plática con un autor que habla desde la palabra escrita, como diálogo entre el presente y la tradición, como incitación al juego de las interpretaciones es un legado que nos llega desde el humanismo clásico. Se trata de una cognición que nos permite acceder a un universo de símbolos y sentidos en el que se halla inmerso el texto literario. Y ello no es posible sino a través de la memoria histórica, el continuo esfuerzo por entender el legado de una tradición, el fundamento del pensamiento cultural, un fenómeno intertextual, aquel que sustenta todo canon literario y artístico. No obstante de ello, la obra literaria no es solo fidelidad a una herencia; su vigencia dependerá, en parte, de aquello que aporte de novedoso, de personal del escritor.
Entre aquellos autores que enriquecieron su genio en fecundas lecturas están, preferentemente, los ensayistas. Nada de extrañar hay en ello. El ensayo literario reclama libertad de criterio, erudición de buena ley, un bagaje de amplios conocimientos y apertura mental para entender, sin prejuicio dogmático, hechos, realidades y opiniones procedentes de los más diversos ámbitos del acontecer humano. A diferencia del historiador, el sociólogo y el antropólogo, el ensayista literario no pretende hacer ciencia, pues ese no es su campo. Aspira, en cambio, a comunicar una versión personal de un asunto, interpretación que será más valiosa cuanto más interrelacionada se halle con la memoria histórica. Si a ello se añade el uso sugestivo del lenguaje, lo que se llama voluntad de estilo, el ensayo llega entonces a ser una forma del arte literario.
He mencionado la apertura mental y la libertad de criterio como rasgos morales del buen ensayista. Uno y otro son síntomas de buena fe intelectual. Los dogmáticos y fundamentalistas siempre son irrefutables; solo convencen a los que a priori están de acuerdo con sus ideas. Explican el mundo desde un sentido, desde una clave; no hay enigma, no hay misterio. Suprimen el asombro. “Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable”, decía Voltaire. El buen ensayo literario no germina en los invernaderos ideológicos; al contrario, es la libertad de pensamiento, la irreverencia frente a la creencia lo que, desde Montaigne, lo ha caracterizado siempre. El acto rebelde, aquel que afirma la libertad del espíritu es el fundamento de la evolución del pensamiento.