Admiro a los seres humanos que desde su nacimiento o por accidentes o enfermedad sufren de discapacidades, como la ceguera y la sordera, entre otras. Desprecio a cualquier persona o personas que son ciegos o sordos por conveniencia, vanidad, interés. Más si estas afectan a familias, grupos o países enteros.
Quienes sufren de discapacidades son admirables porque aprenden ante sus dificultades. Tienen la valentía de apropiarse de las lecciones que la vida les propone y se convierten en hombres y mujeres con capacidades diferentes que fortalecen su ánimo y a su grupo cercano, tanto como a la sociedad que los acoge. Así, engrandecen su condición y brindan ejemplos invaluables de valentía, coraje y futuro.
Nuestra realidad presenta seres de poca valía, que llegan lejos pisoteando a otros con manipulación y falsedades. Sucede en las familias por intereses, no siempre dignos, en las empresas por intereses económicos y en la política por egocentrismo y miedo a perder el poder, sin comprender que el pueblo manda.
Esta ceguera y sordera provienen, no de un defecto genético o malformación, ni tampoco de un triste accidente o la violencia indiscriminada, sino del intestino, de la angustia y la ansiedad producida cuando su verdad ya no funciona. Cuando comprende que su plan no funcionó, porque del deseo personal no nace el bien para muchos, sino solo de algunos, aquellos que se montan en el vehículo del poder desmesurado. Una verdadera falta de capacidad, la de no ver, escuchar y actuar según lo dicta su razón.
Taparse de ojos y oídos generalmente produce violencia y agresión entre unos y otros, porque se apropian de todo a su manera, sin excusas, sino la de sus propias y gigantes vanidades.
Por querer ser tan grandes como otros, ya sea en el campo familiar, grupal o de país, sin considerar las diferencias entre él -que se cree invencible y peor, más inteligente y capaz que el resto-, y así disminuye a quienes merecen respeto.
El máximo defecto, la necedad, producida por la ceguera y sordera, acaba no solo con la paz y tranquilidad de la familia, la empresa y, peor aún, del país, sino que crea inestabilidad, desastre, pobreza y destrucción en diferentes ámbitos.
La diferencia entre estos ejemplos es que los primeros -grupos pequeños- no necesariamente influencian más allá de sus círculos inmediatos. Pero cuando de un país entero se trata, la destrucción es como la verdadera explosión de un inmenso volcán. Traerá desgracia económica, social y política, que no se tranquilizará mientras no se escuche el clamor del pueblo: el mandante, que pide cambio, libertad y justicia.
Lo peor es que quien no escucha ni ve, por sus males autoinfligidos, no pasará a la historia. Y destruirá, en su camino, la posibilidad de aprender lecciones y, como ejemplo, pasarlas a las próximas generaciones, con la humildad de un verdadero líder que acepta sus falencias y, sin cobardía, las redirige, sin el uso de la violencia, el desprestigio hacia otros para tapar el suyo.
Un país se destruye a lo largo de una decena de años; su reconstrucción demorará 50.