La Iglesia Católica, desde su fundación, se impuso misiones y se atribuyó derechos, monopolizó facultades y se blindó eficazmente. Lo hizo, por cierto, desde la perspectiva de lo divino y, así, condicionó a todo lo humano.
La tesis chocó sistemáticamente con el poder terrenal, de allí que la historia de Occidente sea la de pactos, guerras y rivalidades entre el Estado y el Papado. Y ha sido también, es verdad, la de evangelizaciones, misiones excepcionales como las del Paraguay colonial, complicidades y perversiones como la de la Inquisición, y gestiones enormes, como las de los jesuitas en América, hasta antes de su expulsión a fines del siglo XVIII.
Todo eso es historia, pero su recuerdo permite intuir por qué la Iglesia es el poder más duradero, extendido y portentoso del mundo, y el más eficaz.
El secreto, sin embargo, está en el control de las conciencias, en el manejo del miedo, en la teoría del pecado y del perdón, en las nociones de cielo e infierno. El secreto está pintado en el cuadro de la iglesia de La Compañía, en el Centro de Quito.
¿Podrá la Iglesia Católica, liderada ahora por un argentino que tuvo el acierto de humanizarse, aflojar el puño que todavía se cierra sobre semejante poder, y dar un paso más hacia los libre pensadores? ¿Se atreverá a derogar tantos dogmas, y a hacer de Jesús también un hombre, cuya divinidad viene de su sabiduría y generosidad?
La Iglesia tiene desafíos y deberes, todos complejos y urgentes. Si los asume, es probable que restaure el principal poder que perdió en los tiempos de escepticismo en que vivimos: la autoridad moral, esa que le quitaron desde los dogmáticos de todos los tiempos, los aliados políticos de la extrema derecha y de la hipócrita izquierda, los curas pedófilos, los obispos enredados en el capitalismo de casino, hasta la justificación de la violencia en que derivó la teología de la liberación.
Además, uno de los desafíos actuales, en las tierras que visita el Papa, es poner en claro el papel espiritual y la naturaleza moral de las palabras de la Iglesia, y sus distancias con poderes políticos transitorios; es reivindicar que ni el Evangelio ni las Encíclicas pueden convertirse en cartilla política.
Difícil, pero inevitable tarea, porque solo así los mensajes sobre la pobreza, riqueza y la justicia y los deberes con la naturaleza y el medioambiente podrán obligar más allá de lo coyuntural y alimentar un debate ético que incluya a todos y que permita vernos como hermanos, y no como enemigos, como seres cuya singularidad se vincula con la libertad y la responsabilidad, con la revalorización del individuo frente al Estado y a todos los colectivismos, porque Cristo no fundó gremios, señaló con firmeza y claridad que aún persisten, que lo fundamental es la persona concreta y su dignidad.