El fallecimiento del fiscal argentino Alberto Nisman, encontrado en su departamento con un disparo en la sien, ha provocado conmoción y perplejidad no solo dentro del país austral sino en la comunidad internacional. La muerte le sorprende cuando el funcionario se disponía a declarar ante el Congreso de su país las razones que le motivaron para, en un informe fiscal que dio a conocer pocos días antes de su deceso, imputar a la Presidenta de la Argentina y a su Canciller por un supuesto ilícito de encubrimiento a los responsables del atentado contra AMIA, que según las investigaciones eran de nacionalidad iraní. El hecho no tiene parangones.
La situación se agrava por la desatinada manera que el Gobierno argentino se pronunció acerca del caso. Primero esgrimieron la tesis del probable suicidio para después, por palabras de la propia Presidenta, crear un velo de misterio lleno de insinuaciones que descartarían la primera versión instalando la duda si se trató de un asesinato, en el que estarían detrás antiguos agentes de inteligencia que pretenderían crear más inconvenientes a su Gobierno.
América entera ha visto sobresaltada este desenlace fatal. Ha causado igual estupor que el generado en su tiempo por el asesinato del Ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla, a manos de sicarios contratados por el narcotráfico cuando este reveló la infiltración de los dineros de ese comercio ilegal en la política y el deporte. En el caso que nos ocupa, la muerte del Fiscal argentino se produce cuando hace una importante revelación que merecía ser investigada, dejando una estela de incertidumbre que necesariamente tendría que ser aclarada.
A nadie le interesaría más que se revele la verdad que al propio Gobierno argentino, para descartar cualquier tipo de dudas que desdibujase aún más la venida a menos imagen de los cuadros en el poder. Pero precisamente las declaraciones inoportunas, los apresuramientos en emitir hipótesis que después terminan siendo descartadas, enrarecen aún más el ambiente y no contribuyen para dotar confianza en las investigaciones.
La tierra que tanto ha aportado a la doctrina jurídica en América merece que este hecho se aclare. No es posible que en un espacio donde han actuado innumerables hombres y mujeres talentosos, que inundaron las bibliotecas de textos brillantes que han sido referentes en la historia del Derecho, se desencante en la incertidumbre de un pasaje execrable, aun cuando se aceptase la hipótesis de un suicidio inducido. El país que ha producido tanto en las artes, la escritura, la música, el cine, no puede debatirse ni abatirse en la decepción y el desasosiego. Tiene todos los elementos para emerger como la potencia económica, social y cultural que algún día fue y que debe volver a ser. Ventajosamente la esperanza existe cuando se observa a toda la nación condenar lo sucedido y mirar absorta lo que ocurre. En esa perplejidad e indignación está la raíz para retomar la senda de la sensatez, dejando atrás una década de enfrentamientos que, a juzgar por los resultados, no les ha llevado a buen puerto.