Sin ortografía, sin inicial mayúscula, con la coma mal puesta, pero con diéresis, para que la agüelita se adornara con esa capotita recién descubierta, iban las palabras que uno de mis hijos escribió en su primera tarjeta navideña para la abuela, y que no corregí: ¿perder el efecto de su cariño con la dudosa eficacia de letras superpuestas sobre tristes borrones?
Recuerdo estas palabras y ese esfuerzo y a la abuela que hacía el nacimiento en el costurero de su casa de Quito, y empujaba su máquina de coser (“sin costura hijita, me dijo un día, el hogar no es hogar”; y me dejó su máquina para que diera sabor de hogar a mi casa, y durante largo tiempo, su Sínger fue la base ideal de mi máquina de escribir, que así es la vida, y ahora luce un tapetito de crochet de hilo finísimo y, encima, un mínimo san Francisco, el de las florecillas, que sostiene en sus brazos extendidos cuatro pajaritos de escayola amarilla). Y la agüelita movía sillas, mesas, carreteles, tijeras, lanas, cajas; la banca grande, la vitrina, la canasta de medias por soletear, hasta armar, encima del baúl azul que atravesó con nosotros el mismísimo Atlántico, los artilugios que servirían de soporte a sus montañas de papel cubiertas de musgo, a su río orillado de piedrecitas, a sus figuras de cerámica española: la lavandera arrodillada a la orilla del río de papel de plata; el leñador con su carga de leña; una carreta con los sacos de harina y el harinero a pie, blanca de polvo su chaqueta pobre; gallineros de corcho con gallinas y pollitos de barro y un poquito de paja pegada en el tejado; el gran gallo orgulloso –hoy descabezado-; los pavitos y pavos sobre el musgo entre casitas de corcho y en una esquina, anacrónico y amenazante, el castillo de Herodes, y él a la ventana de una torre, con oscuros ojos; muy cerca del mal, el buen burrito con los cántaros de agua de la joven aguatera vigilante, y los tres reyes magos, ¡tan perfectos! cada uno con su guía que conduce al camello repleto de dones; y los pastores, justo bajo la estrella en el cielo de papel azul, y las montañas fingidas con la antigua gracia de la abuela que, mucho antes de serlo, pintaba estrellas sobre terciopelo negro, la luna arriba y flores en un vaso. La virgen y san José y el niño, con ojos de cristal, y los arbolitos, las fuentes de agua real, y los caminos.
Quedan aún los reyes magos, aunque al caballo blanco del rey blanco se le rompió una pata, y al niño se le rompió una mano y hasta San José ha perdido el báculo que le dotaba de austera dignidad.
Hoy todo, todos circulan sobre musgo artificial, sin el inolvidable olor de la infancia. Y abriéndose paso en el camino del río, una hilera de carros de mil marcas y modelos viaja hacia el portalito. Paralelamente, van al menos cuarenta animales pequeñitos (no cabían dinosaurios ni brontosaurios), y un pájaro de cerámica sobre una patineta, y un elefante al que le cargaron el haz de leña del leñador, todo mezclado; y la hoy abuela no se atreve a tocar el nacimiento falto de ortografía, pero, felizmente, sin nada por corregir.