En la feria del libro de Guadalajara (México) se presentó el Diccionario de la Lengua Española. En medio de las declaraciones hubo una que calza en esta reflexión: “Cuando el diccionario registra una palabra insultante no insulta”. Lo dijo Pedro Álvaro de Miranda, miembro de la RAE y director de la vigésimo tercera edición de la obra. La frase sirve –inversamente al revés- en las redes sociales.
Si en el diccionario las palabras no están dichas (sino pinchadas en una vitrina) y no insultan, en las redes sociales y en la Internet la palabra puede iniciar una explosión. Sin embargo, no muchos están conscientes (o al menos así aparentan) de que una palabra o un conjunto de ellas pueden ser entendidas de acuerdo con el contexto social-político-económico de los lectores.
En el último mes han ocurrido hechos en el país y en el mundo que han sido motivo de debate en la calle real y en la virtual. El foco de desacuerdos han sido tuis y post de Facebook de estrellas del espectáculo y, especialmente, políticos. En Ecuador una opinión de la Vicepresidenta de la Asamblea sobre Chespirito causó una fuerte reacción entre los tuiteros, al grado de llegar a los insultos desde el lado que se sintió agraviado.
En México, esta misma semana, un empleado público del Municipio de León, Guanajuato y miembro del PRI (partido gobernante) tuvo que renunciar a su cargo por un post en Facebook en contra de los normalistas de Ayotzinapa. Sí, hay una gran diferencia entre dar una opinión argumentada y una ofensa; pero se igualan en no leer los contextos ni proyectar las consecuencias.
En los medios del mundo se han discutido manuales de uso de redes sociales. Nadie ha logrado un documento óptimo, pero concuerdan en que el periodista debe ser responsable con sus opiniones y ser consecuente con los valores periodísticos. Los políticos y personajes públicos pudieran también asumir que sus palabras tienen una carga de responsabilidad aún mayor que los tuiteros que insultan.