Rodrigo Contero Peñafiel
Cuando las personas llegan a la tercera edad parece que el mundo se les viene encima, que la vida está llegando a su fin, que ya no hay amigos, que todos le han abandonado, que se inicia una crisis económica, que ya no es fácil resolver sus problemas y de su familia, que nadie está satisfecho con su actitud ni proceder, que lo que piensa, dice o hace está mal, por eso se siente solo/a, desprotegido/a y sin salida.
Quizá no les falte razón, en su trabajo se han cansado de él, otras personas sin la experiencia necesaria pero con “palancas” ocuparán su puesto, nadie le preparó para el cambio generacional que la sociedad demanda, tampoco les interesa su vida luego de su “obligada” y voluntaria jubilación, cubrir el puesto vacante con 2 o 3 personas jóvenes con la misma partida presupuestaria engrosarán la nueva burocracia. Cuando una persona se jubila solo importa la vacante de quien por 20, 30 o 40 años de servicio entregó su vida al país y donde cada día se hace necesario juntar a todos los castigados-jubilados junto a un letrero que diga: “Ayude a estos pobres desamparados que en todo les ha ido mal”, ¿acaso debemos culpar al destino sobre la pésima atención que reciben miles de jubilados y que el Estado tiene el deber de protegerlos y donde nadie es capaz de mejorar sus condiciones de vida?
Una pensión digna, servicios médicos apropiados, medicinas y centros de recreación que les permita la práctica del “Buen Vivir” es lo que necesitan. Sentarse a esperar al benefactor que resuelva sus problemas o que es obligación de “otros” luchar por sus derechos es una posición cómoda y peligrosa.