La libreta -esa libreta estropeada que acabo de encontrar- iba en la alforja, entre provisiones de boca y herramientas de herrar. Esa libreta que sufrió las humedades de la lluvia y los sudores del caballo, y guarda aún las huellas de las velas que iluminaron a los campamentos y a los precarios tambos de las rutas. En ella quedó la memoria de los viajes escrita bajo la carpa, sobre la montura, o al amparo del alero de un rancho.
Esa libreta es el testimonio de algunas aventuras. Es la crónica de días que me niego a olvidar, de caminos a los que no volví y de horizontes que no he visto otra vez. Contiene el retrato del baquiano de Neuquén, del cacique mapuche y su caballo rosillo, del mulero de Salta y de lchazo lojano, del amigo indígena que me alojó en Achupallas, y del otro que me ayudó a cruzar el río Zula. Contiene la memoria de cada caballo sobre el que crucé los Andes; de la mula tordilla que llevó las provisiones hasta la orilla del lagoAluminé, en el sur de la Argentina; de la yegua castaña que me soportó a sus lomos cuando trepamos delChurquia Amblayo, y de cuando fuimos por rutas desoladas, entre cardones y sigses, desdeAmblayo hasta la estancia deIsonza, allá en Salta.
La libreta guarda notas hechas a vuelo de pájaro sobre la austeridad de las pampas patagónicas y su horizonte de cordillera y nieve. Guarda la que alude al ascenso alPicudo; la que escribí sobre las manadas de mulas en las planicies deIndia Muerta. Y guarda la calidez de la fogata a la que arrimamos el cuerpo cansado después de cada jornada. En sus páginas, garrapateadas de modo telegráfico, están el ritual del asado y el mate, el silencio de la noche de luna, la guitarra de Facundo y los dichos de Darío el gaucho. Está lo que nos contó a la luz de la hoguera el mapuche pastor de ovejas. Están los perros que nos siguieron, los ríos de los que bebimos agua helada y cristalina. Están los solazos del desamparo, las ventoleras y las araucarias prendidas a las rocas. Y estamos nosotros, cada cual con su estilo y su modo, cada uno con su atuendo y su caballo.
En la libreta se advierten retazos dispersos de las charlas y del comentario al paso; constan las notas sobre el paisaje, el horizonte y la gente, el camino y los ríos. Está la secreta confesión del cansancio y la crónica de la noche en la carpa. En sus páginas están los espacios de silencio, ese silencio que nos emponchó más de una vez. Está, en suma, el viaje como conocimiento, como introducción a otro mundo y a otra gente. Y está el viaje como despedida.
Había olvidado la libreta. Ella conserva los recuerdos intactos. Está allí lo que se salvó, lo que, gracias a la escritura, quedó como auxilio de la nostalgia, esa nostalgia que se acrecienta a medida que pasan los años.
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