Transcurridos tres lustros desde el inicio del siglo XXI, el espectáculo que brinda el mundo actual es preocupante.
Aquellas iniciales esperanzas de comenzar el milenio con un período de paz, prosperidad y democracia y en el que las rivalidades entre las grandes potencias parecían superadas con la finalización de la Guerra Fría, pronto se desvanecieron ante la irrupción en Oriente Medio de bandas de terroristas y fanáticos cuya consigna no ha sido otra que atacar todo aquello que representa el poder de los Estados Unidos, la nación que lidera lo que se conoce como civilización occidental. Luego de echada la última palada de tierra en la tumba del comunismo y luego de la desaparición de la URSS, las pugnas entre Oriente y Occidente se han encendido con más virulencia que antes. Ya no se lucha por intereses económicos o por controles estratégicos; ahora se lucha por preservar creencias y tradiciones que se consideran amenazadas por una cultura global, por defender originales formas de ver el mundo, por motivos de religión (se mata en nombre de Alá), por odio a otras maneras de ser, pensar y vivir. Se está regresando al etnocentrismo de la tribu, mentalidad que moviliza la horda bárbara.
La intervención norteamericana en Iraq dio al traste la ominosa dictadura de Saddam Hussein. El país se hundió en el caos y de sus madrigueras emergieron los secuaces del odio para acabar con la escasa y triste libertad conseguida. Ahora ha surgido otra oleada de bárbaros, el más violento retoño de Al Qaeda, el autodenominado Estado Islámico (ISIS) que se ha propuesto fundar un califato, entidad arcaica y medieval que trama iniciar una yihad o “guerra santa” contra las prósperas ciudades de Occidente. Émulos de Gengis Kan cometen genocidio, decapitan rehenes.
La historia de la humanidad es un relato en el que, capítulo tras capítulo, se aprecia que nuestro mundo, este gran escenario en el que ella se mueve, es un mundo desarticulado o mejor, acomodado a las ambiciones de los imperios que temporalmente lo han dominado. Lo que está ocurriendo en Iraq no es sino el último episodio de una secular relación de conflictos entre dos civilizaciones, una larga historia de invasiones, guerras y desquites entre Oriente y Occidente. Esta historia comenzó allá, en el siglo V a. C., con las guerras médicas, se sucedieron luego las conquistas de Alejandro Magno, las invasiones islámicas a España, la violencia de las cruzadas, la caída de Constantinopla en poder de los turcos, el acoso de Solimán al Imperio de Carlos V hasta llegar a la invasión norteamericana a Iraq en el 2003. En estos años, Occidente se ha visto acosado, no por un imperio, sino por algo peor y difícil de contrarrestar: la horda bárbara que se filtra, anónima e intangible, por los resquicios de una sociedad abierta y, por ello, inerme que practica la libertad y cree en la democracia.
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