Uno abre los ojos, se toma un café, mira hacia el Ávila, descubre las primeras noticias del día, huele a cáscaras de mandarinas, hace una cola en el banco, pierde el tiempo persiguiendo algo que no hay, sabe que no podrá viajar, lee un libro y sigue viviendo. Todos los días nos despedimos de algo que no sabemos qué es.
Mientras el enorme adiós en el que se ha convertido el país sigue su rutina, cae en mis manos desde la biblioteca un libro que ya he leído. Es la última obra de un escritor maldito estadounidense, Richard Brautigan, ‘Una mujer infortunada’. Es inolvidable y da las pistas de un viaje sin regreso.
Se ha dicho que “su cerebro fue el único juguete que tuvo’’. A los veinte años fue recluido en un psiquiátrico por arrojar una piedra contra una comisaría. Pudo construir una obra que trascendió su muerte.
Apenas abro el libro, recuerdo lo que me llamó la atención de ‘Una mujer infortunada’ la primera vez que lo agarré: además de la forma de encadenar situaciones absurdas y definir personajes extraños, me detuve lentamente en su prólogo.Brautigan ilumina una escena cotidiana. Está en su casa. Recibe la llamada de un amigo que lo conmociona. Luego se queda en silencio y llama a una vecina. Le pregunta si quisiera comerse un trozo de patilla.La amiga aceptó la oferta. Lo invitó a acercarse a su casa en media hora, para cenar con ella y un amigo que la visitaba. Él estaba ansioso y prefirió decirle que iría de inmediato con su patilla a cuestas. Y así lo hizo. Cuando tocó la puerta de su vecina, ella bajó las escaleras con una bata, porque venía del cuarto. Brautigan entró y dejó la fruta en una mesa.
Sintió a su vecina algo ausente.
Entendió que arriba estaba su amigo y que quizás había interrumpido algo. A lo mejor estaban haciendo el amor. Pensó entonces, ¿por qué habría atendido el teléfono si estaba ocupada?, ¿por qué no había buscado una excusa? Brautigan entendió rápidamente y buscó una excusa para regresar a su casa y escapar de esa situación ridícula en la que entró sin darse cuenta. Pensó entonces que quería hablar con una amiga que tenía un sentido de humor extraordinario para captar esas confusiones de la vida cotidiana que nosconvierten en seres ridículos. Se imaginaba la carcajada sonora de Nikki Arai al oír este desencuentro entre conocidos.Pero Brautigan no podía llamar a su amiga Nikki Arai porque justamente la primera llamada que recibió esa tarde fue para informarle que había muerto de un infarto después de luchar contra un cáncer.
Y el impulso que sintió por llevarle la patilla a su vecina escondía unas ganas profundas de encontrar a alguien con quien compartir esa muerte. Era una forma de estirar la mano y encontrar a alguien cerca.
Un año después de haber terminado de escribir ‘Una mujer infortunada’, Richard Brautigan se pegó un tiro en la cabeza con una Mágnum 44 en su rancho de Montana.
Volví a colocar el libro en la biblioteca. Pensé que no es fácil decir adiós. Menos aún en un país donde uno se despide de algo nuevo todos los días.
El Nacional, Venezuela, GDA