En el capítulo IX de ‘El proceso’, Kafka incluyó ese breve y memorable apólogo sobre la Ley que ha dado tanto que escribir a los comentaristas. Reducido a sus líneas esenciales, aquel apólogo habla de un campesino que se presentó ante la puerta de la Ley, pero encontró un guardia corpulento que no le dejó pasar.
“Tal vez más tarde”, dijo el guardia, y con falsa amabilidad ofreció al campesino un escabel para que se sentara. Allí esperó el campesino mucho tiempo, intentando de vez en cuando engañar al guardia o sobornarlo, pero solo consiguió la advertencia de que aun si lograra vencerle y franquear la puerta (lo cual, por supuesto, sería imposible) el campesino encontraría muchas salas, y en la puerta de cada una, un guardia cada vez más fuerte y corpulento: “yo –concluyó el guardián– soy el más pequeño y débil de todos”. Después de muchos años durante los cuales el campesino nunca ha dejado de observar al guardia, llegó a conocer hasta las pulgas que habitaban en el cuello de piel de su capote. Y cuando empezó a sentir que sus fuerzas se extinguían y que estaba próxima la muerte inexorable, el campesino pidió al guardia que se acercara porque su voz era muy débil, y le preguntó al oído: “¿Por qué, durante todos estos años, nadie más ha venido con la intención de entrar en la Casa de la Ley?”, y obtuvo esta respuesta desconcertante: “Porque esta puerta está hecha solo para ti y no la has aprovechado. Ahora me voy y cierro”.
Inútil sería, desde luego, intentar una lectura “judicial” de este apólogo, cuyo sentido escapa evidentemente de las estrecheces legalistas y circunstanciales; pero tampoco me parece apropiado recurrir a las interpretaciones metafísicas o simplemente religiosas que han sido tan frecuentes, por la simple razón de que toda la obra kafkiana (incluyendo sus diarios y sus cartas, así como sus célebres conversaciones con Janouch) termina por desautorizarlas por completo. Como bien ha hecho notar Milan Kundera en un brillante ensayo, la visión de Kafka que nos fue ofrecida por Max Brod, su amigo y albacea, se encuentra más próxima a su propia glorificación como “exégeta” que a la realidad del escritor praguense. No obstante, puesto que el sentido final de un texto literario no depende absolutamente de las intenciones de su autor, sino aún más del talante de sus múltiples lectores, creo posible entender que el apólogo de la Ley es la expresión de la insignificancia del individuo ante la incomprensible enormidad del Estado totalitario: una insignificancia, además, traspasada por el absurdo.
Allí está, en efecto, la imagen de la fuerza, representada en aquel guardia implacable; allí la incomprensible burocracia, plasmada en esa interminable sucesión de salas vigiladas; allí sobre todo el propio símbolo de la Ley, hablando de la posibilidad siempre presente de dar a lo arbitrario toda la solemnidad de lo legal. Me queda la tarea de preguntarme todavía qué extrañas circunstancias me han hecho evocar ahora esta abrumadora página kafkiana.