Gracias a la profesión de mi padre, viví en la hoy desaparecida Berlín Oriental. Tendría unos 24 años de edad.
Es decir, en esos días los jóvenes pasábamos entre estudios, libros de autores latinoamericanos, música protesta, conversaciones en las que predominaba el idealismo. La figura del Che Guevara motivaba.
También mirábamos de reojo las delicias del capitalismo, entre otras, la libertad y la cultura. Residiendo en la Alemania comunista, solo podíamos hablar y hacer todo lo que estaba de acuerdo con ese sistema político. Ir a tenidas en las que se podía expresar lo que se pensaba, o adquirir obras escritas por autores de toda tendencia política, estaba fuera de los límites del Berlín Oriental.
Por ello, quienes podíamos circular entre el este y el oeste, cruzábamos por el Check Point Charlie hacia el mundo libre. En ese punto fronterizo entre las dos Berlín, los guardias comunistas nos revisaban hasta las calzas de las muelas.
Esa salida era toda una experiencia, puesto que una muralla de concreto, con guardias fuertemente armados, ubicados cada 500 metros en la Alemania del Este, dividía una nación en dos: una llena de democracia, ruido, riqueza, libertad, cultura; y, otra, silenciosa, dictatorial, siniestra, triste y pobre.
La sufrieron millones de alemanes “encarcelados” detrás de la Cortina de Hierro, hasta que en 1989, gracias a lo insostenible del sistema comunista inhumano y la presencia, entre otros, de dos hombres, el presidente de la hoy desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Mijaíl Gorbachov, y su ministro de Relaciones Exteriores, Eduard Shevardnadze, fallecido el lunes pasado, la muralla fue derribada, fundamentalmente por aquellos que “gozaban” del “paraíso comunista”.
Pues este hombre, hoy historia, fue uno de los artífices de la reunificación de las dos Alemanias. También impulsó la salida de Afganistán de las tropas de la URSS. Fue motor del acercamiento de su país con China, y de la disminución del número de cabezas nucleares en manos de las dos potencias de esa época.
A finales de la década de los años ochenta, contribuyó a la Perestroika, (“programa más político que económico”), y al fin de la Guerra Fría que por los años sesenta puso al mundo al borde de otra confrontación peligrosa para la subsistencia de los seres humanos (el conflicto de los misiles instalados por la URSS en Cuba). Shevardnadze fue, sin dudas, un político de talento, que años más tarde llegó a ser presidente de Georgia, República que se independizó de la URSS.
Renunció en noviembre de 2003 a la Presidencia de su país, como consecuencia de la llamada Revolución de las Rosas, encabezada por jóvenes que él formó en la política. Fue demócrata y lo demostró. Supo ejercer y dejar el poder con dignidad.