El país vive momentos críticos, con muchos problemas que se acumulan. Los efectos causados históricamente por la pobreza e inequidad de la mayoría de ecuatorianos se opacan frente al vendaval de amenazas a la integridad de la sociedad: la inseguridad, la corrupción que inunda muchos sectores, el narcotráfico, la delincuencia, el crimen organizado, migraciones desesperadas al primer mundo.
Frente a esto, la deslegitimación de las organizaciones políticas e instituciones estatales, y la sociedad envuelta en una anomia sin precedentes, cada vez con menos conciencia del papel que puede desempeñar en la búsqueda de un nuevo destino para el país.
La clase política ha perdido la credibilidad y negocia de acuerdo con sus intereses. Cunde el desgobierno porque no hay capacidad ni voluntad para entender los problemas y para tomar las decisiones que se esperan. Lejos de recuperar el tejido social, el gobierno lo está destruyendo, pues ha alimentado la fractura de la sociedad, cada vez más polarizada. El país está perdiendo el rumbo.
Los sectores llamados a proponer estrategias para enfrentar la crisis lo han hecho en forma dispersa y superficial. No se ha puesto en evidencia la real naturaleza de los problemas; son objeto de tratamientos epidérmicos. Este panorama nos reta a detectar cuándo y por qué perdimos el camino.
Es la hora de encontrar un espacio independiente de los intereses políticos, que ponga al servicio del país su capacidad para encarar la realidad nacional, hoy subordinada a múltiples irracionalidades.
La Academia debe ser ese espacio que reclama el país, probablemente como su último recurso, para ubicar a los problemas nacionales en su sitio y en su jerarquía. Es un reto para encontrar mecanismos para una vía hacia el desarrollo nacional, lejos de las apologías a la estructura social envejecida, corrientes que privilegian todo menos al ser humano y sus dramas.