Cuando Leonor Vásquez levanta el plástico que protege sus productos un olor a primavera y frutas frescas invade el ambiente.
Una gama de colores salta a la vista: verdes manzanas, amarillos duraznos y rojas fresas le dan a su negocio un aire de calidez.
Ella es dueña de un puesto de frutas en el Mercado de Santa Clara, ubicado en el norte de la ciudad. Hasta allí llega todos los días, a las 07:00.
Vásquez cree que esa colorida combinación atrae a sus clientes, o como ella los llama a sus caseros. La mujer, de 42 años, luce una sombra dorada en sus ojos, un labial rosado y un vistoso juego de bisutería. Se coloca su delantal blanco, protege su cabello con un gorro del mismo color y comienza su jornada.
“Venga caserito, lleve su fruta fresca” es la frase que repite cada vez que un posible comprador pasa por su puesto.
A las 7:15 tiene su primera venta. Una agraciada joven se acerca a comprar peras y kiwis. La cuenta llega a USD 2. La cliente le paga con un billete de USD 20. Vásquez lo recibe y lo analiza minuciosamente. “Hay que verificar que el billete sea original”, dice mientras lo pone a contraluz.
Una vez que está segura de que el billete no es falso deja su puesto encargado a su vecina de jornada y se dirige hacia la máquina que le da sueltos. Esta se ubica a 300 metros de su local por lo que corre apresuradamente para no perder tiempo. Cuando llega a la gran máquina ingresa el billete y cinco segundos después recibe monedas por el mismo valor.
“Nunca pierdo una venta, hace dos años que pusieron la máquina y me ha servido mucho porque me salva cuando no tengo cambio. La utilizo hasta unas 10 veces al día”.
Hace dos años 13 cajeros de autosueltos fueron colocados en distintos puntos de la capital. Dos en el valle De los Chillos y 11 en Quito. En los principales mercados de la ciudad.
En el Mercado Central se encuentra Leonor Torres. Ella es propietaria de un puesto de comidas. Vende pescado frito, caldo de gallina y otros manjares típicos. Abre su local a las 08:00.
Los primeros comensales empiezan a llegar a las 08:15. Ella los atiende bien. “Por mi sazón tengo a mis cliente fijos que vienen todos los días a degustar mis platos”. Don Manuel, uno de sus fieles clientes, consume USD 3.
Le entrega un billete de USD 10 y Torres le manda a su empleada Carina Paucar a que lo cambie en la máquina grande.
Paucar conoce de memoria el sitio donde se ubica la máquina y como se utiliza.
“Al principio me daba miedo usar esta máquina por el temor a que no salga plata y se quede con el billete”. Ahora, se ha vuelto una experta en el uso del aparato y a veces ayuda a sus inexpertas compañeras a cambiar los billetes.
“Cuando no había la máquina tenía que buscar cambio como sea, a veces me compraba frutas. Tenía que regresar con cambio o no podía volver”
Según un reporte del Banco Central del Ecuador, entre enero y julio de este año, en Quito se canjearon USD 5 587 613 en monedas. Los usuarios frente a las máquinas llegan a 224 010.
Entre estos se encuentran Diana Vidal y Nancy Jácome, quienes son vecinas en el Centro Comercial Chiriyacu, en el sector de El Camal.
Vidal es propietaria del local 53 y vende ropa. Jácome, en cambio, trabaja en el local 52 y vende zapatos. Entre las dos más de una vez se han ayudado cambiando los billetes para dar vueltos. No obstante, Vidal recuerda como una vez perdió una venta de USD 23 por no tener sueltos.
“Esa vez una señora me compró una blusa y un pantalón, me pagó con dos billetes de 20 y no tuve cambio. Corrí a buscar que alguien me ayude pero como fue en la mañana, las vecinas no tenían sueltos. La señora se cansó de espera y se fue, me puse muy triste ese día”.
Jácome es más aguerrida y dice que nunca en su vida como vendedora ha perdió algún cliente. “He hecho hasta lo imposible por cambiar un billete, si era necesario me subía a los buses, pero lo cambiaba porque lo cambiaba”, comenta con un risa cómplice en su rostro.
Las dos ahora no se preocupan por el cambio. A 100 metro de su local canjean los billetes que desean. Los fines de semana la usan 12 veces al día, cada una.
Vásquez, Torres, Vidal y Jácome tienen una cosa en común: viven de sus ventas diarias. No pueden perder una oportunidad. “Si no vendo mi familia no come”, dice Vásquez, mientras oferta, desde su colorido puesto, las frutas de temporada.