Había nadado desde temprano en la tarde, completando rigurosamente su rutina. Estaba satisfecho porque no había bajado el ritmo que se había impuesto desde un principio y porque había logrado enfocarse en los consejos de Mark Spitz para nadar mejor: estirar al máximo los músculos para asir un mayor volumen de agua; arquear la espalda para dejar que el agua corra fácilmente sobre ella; y nunca dejar de patear, pero con mesura.
Le gustaba escuchar el chapaleo de sus brazos sobre el agua cada vez que arremetía vigorosamente sobre el espejo de la piscina. También le gustaba observar cómo su nariz expulsaba burbujas filiformes cada vez que exhalaba aire de sus pulmones.
Unos pocos minutos en el agua eran suficientes para que él entendiera que se estaba fabricando una especie de nirvana a base de brazadas y respiración rítmica. Eran momentos de paz intensa y de emoción también.
Sumergido en la bóveda silente de la piscina podía entender con claridad algunas cosas: que el tiempo y el espacio son nociones extremadamente frágiles; que el aquí y el ahora son conceptos mucho más reales y concretos; que respirar es el acto humano más sencillo y, a la vez, más poderoso que existe.
A medida que avanza su rutina, el nadador se mimetiza más con el manto envolvente del agua. En medio de ese ambiente líquido, el nadador vuelve tal vez a sus orígenes y se recrea en ellos. Entiende por qué el agua es una sustancia tan importante para la vida; comprende por qué nuestro destino siempre estará ligado a ella.
‘El agua cura hasta las penas’, solía decir la abuela del nadador. Sólo después de nadar doscientos largos seguidos, él está en capacidad de entender el verdadero sentido de aquellas palabras.
Es que el agua hace más llevadero el agotamiento físico y alivia las dudas que a veces le asaltan sobre si será capaz de terminar lo que se ha propuesto. Cada bocanada de aire y las estelas de agua que se van formando a su alrededor moderan ese cansancio y convierten al nadador en una persona más resuelta.
Los dos últimos largos son lo mejor de todo. El nadador está feliz de haber sido capaz de llevar su organismo a un nivel tan alto de exigencia física y que su cabeza no se haya dejado distraer por el temor y se haya concentrado únicamente en el proceso de nadar y respirar. Al final, ya fuera del agua, el nadador mira de nuevo la superficie tersa de la piscina.
Después de tantos chapaleos y brazadas, después de tantas corrientes y olas desplazadas, el agua vuelve a su habitual placidez. Es de noche ya y casi no queda gente en las instalaciones. El nadador inicia su último esfuerzo del día: se dirige a las duchas y luego a los vestidores. Volverá mañana.