La palabra ‘inmigrante’ oculta la verdad. En ninguna parte del mundo, salvo para explotarlos, nadie quiere a los extranjeros, a los diferentes. Marginar, atropellar y hasta matar a los ‘otros’ es una reacción instintiva en casi todas las especies. El bicho humano no es diferente.
Joe Arpaio, el juez de Maricopa, Arizona, que encabeza las redadas en ese Estado, es odiado por los hispanos, pero lo respalda la mayor parte de los anglos y los afroamericanos. Los políticos, que suelen ser grandes oportunistas, acaban inclinándose en la dirección que sopla el viento electoral.
Es cierto que toda nación tiene el derecho a controlar sus fronteras y toda sociedad debe poder decidir quiénes residen o visitan su territorio, pero esa regla coincide con otro principio surgido de la lógica: es imposible deportar a once millones de inmigrantes indocumentados, a menos que Washington declare un estado policíaco, el Congreso dicte leyes contrarias al espíritu de la constitución norteamericana y cree campos de prisioneros.
Más del 80% de estos inmigrantes ilegales proceden de América Latina: el 57 de México y el 24 de Centroamérica; el 19% restante viene del resto del planeta.
Hay dos países centroamericanos de los que sus habitantes no emigran clandestinamente hacia EE.UU.: Costa Rica y Panamá. Son estados relativamente pobres, pero en ambos hay esperanzas de superación económica, estabilidad y seguridad: ¿para qué emigrar?
Estados Unidos tiene dos maneras eficaces de combatir la inmigración ilegal: una, muy cuesta arriba, es tratando de fortalecer el desarrollo económico y el Estado de Derecho en las sociedades de donde proceden para que la población no escape; la otra, más expedita, potenciando la inmigración legal en vez de obstaculizarla. Tiene mucho más sentido facilitar masivamente visas de trabajo, exigirles a los inmigrantes que lleguen con seguros médicos privados y que paguen por la educación de los hijos, que precipitarlos a las mafias.
Ya hay más de 200 ciudades norteamericanas en las que operan los carteles mexicanos. Estos delincuentes se apoyan preferentemente en los inmigrantes indocumentados. ¿No tiene más sentido sacar a los inmigrantes a la luz, demandarles que paguen impuestos y permitir que se ganen la vida limpiamente?
Cuando Ronald Reagan en 1986 impulsó la amnistía mayor de la historia , beneficiando a tres millones de personas, lo hizo por una mezcla de sentido común y preocupación con el bienestar de todos sus compatriotas, no solo de los inmigrantes.
¿Dónde estuvo el fallo? En no facilitar la inmigración legal. El 95% de estos inmigrantes clandestinos de hoy hubiera preferido acudir a EE.UU. a trabajar legalmente, aún pagando un alto costo, para luchar por conquistar su ‘sueño americano’. Es mucho mejor pagarles a las instituciones americanas que a los coyotes.