Lo conocí hace media vida en la escuela. Nos hicimos buenos amigos. Nos unía, sobre todo, el amor a Star Wars y al Rock, que estaba en su apogeo, aunque sus gustos eran más extremos que los míos. Yo me quedaba en Pink Floyd mientras él se iba por Black Sabbath. Sin embargo, coincidíamos en la fascinación que sentíamos por Kiss y cantábamos a todo pulmón I Was Made for Lovin’ You, pensando, seguramente, en alguna compañera, o quien sabe, en alguna profesora.
Le perdí la pista cuando me cambié de escuela. Antes, sin la tecnología actual, cambiarse de escuela era como cambiarse de planeta, así que no nos volvimos a ver hasta años después en que nos encontramos en alguna discoteca. Melena rubio cenizo, camiseta de alguna banda de heavy metal, jeans negros y chompa de cuero. El rockero por antonomasia. Yo, estudiante de leyes, con traje, casi sin cabello, pero en esencia los mismos y con el mismo cariño. Una farra legendaria.
Dejamos de vernos otra vez cuando se fue a vivir a Guayaquil. No supe de él hasta que un amigo en común me contó de su accidente en moto (otra de sus pasiones). Había quedado tetrapléjico y necesitaba dejar un poder para viajar a hacerse un tratamiento. Lo fui a visitar y me impactó verlo tendido en su cama. Me acerqué y le di un beso en la frente con los ojos empañados. -No te preocupes, Arturo querido – Me dijo – No me voy a ir todavía porque tengo mucho por hacer.
Y así fue, su accidente fue su renacimiento y es increíble todo lo que logró con la pasión que siempre le ponía a todo. Quizás lo más importante, Triada, la fundación, que junto con María Isabel Ortiz y Freddy Hernández crearon para ayudar en el tratamiento y rehabilitación de personas con problemas neurológicos.
Ahora, Jaime Chiriboga nos ha dejado, pero su huella será imborrable. Tu memoria, querido amigo, estará siempre en los que tuvimos el privilegio de conocerte y en todos a quienes ayudaste. Extrañaré mucho tus llamadas, tu risa y tu amor a la vida, mi superhéroe de carne y hueso.